sábado, 13 de julio de 2013

DESPUÉS DE HACER EL AMOR

DESPUÉS DE HACER EL AMOR

Estaban echados en la cama, después de hacer el amor, y él no sabía sobre qué conversar con ella.
–¡Quieres un cigarrillo? –le preguntó.
–No, no gracias, no fumo.
–Muy saludable –comentó tontamente–. ¿Y un whisky o un anís?
–No gracias. Tendrías que levantarte…
–No me importaría…
–No, no…
–Te lo agradezco –se volteó en la cama, cogió de la mesa de noche una cajetilla de cigarrillos, sacó uno, se lo puso en la boca y lo prendió – ¿No te molesta que fume?
–No, qué ocurrencia.
Y los dos se quedaron casi un minuto en silencio.
–Fue raro como nos conocimos.
–Sí, a veces pasa así – contestó ella mirando el techo.
–No me lo esperaba.
–Así es mejor, tal vez. Se encuentran dos personas que nunca se han visto y un par de hora después están en la mayor intimidad que puede haber entre seres humanos.
–Eso es muy filosófico –comentó, engolando la voz.
Ella se rió.
–Perdón –dijo.
Volvieron a quedarse en silencio.
Él dio un par de pitadas a su cigarrillo.
–¿Y por qué me besaste?
–Tú fuiste el que me besó –respondió la muchacha, son-riendo en la oscuridad.
–Sí, bueno, ¿por qué, entonces, te dejaste besar?
–Porque era el momento; ya llevábamos un buen rato bai-lando juntos…
–Apretados…
–Sí, apretados, muy apretados –dijo ella en voz más baja.
–Sabes, a mí siempre me ha llamado la atención, me ha intrigado mucho la manera como se inicia una relación sexual.
–Besarse mientras se baila no es exactamente el inicio de una relación sexual, al menos yo no lo veo así.
–Pues mira donde hemos terminado nosotros.
–¿Te molesta?
–No, no, nada de eso.
–Bueno, ¿entonces?
–Lo que pasa es que me intriga saber cómo se inician estas relaciones y por qué.
–Se inician porque sí y se acaban igualmente porque sí. Nadie le busca tres pies al gato; al menos yo no lo hago. Te he conocido, me gustaste y me gustas, hemos pasado una buenas horas juntos, ahora estamos conversando y nadie sabe, ni tu ni yo, que pasara mañana o si nos volveremos a encontrar. Conocer a otra persona íntimamente te enriquece...
–Sexualmente…
–No, no, son mayores y mejores cosas las que recibes.
–Si tú lo dices…
–Yo creo que sí –dijo, bajando nuevamente la voz hasta convertirla casi en un susurro.
–¿Todo comienza siempre besándose?
–No necesariamente, no sé, no lo creo.
–¿De qué otra manera puede iniciarse el acercamiento?
–No sé, depende del tipo de relación que tengas.
–No, yo hablo de dos personas que no se conocen.
–Bueno, en ese caso, besarse es como abrir una ventana o una puerta; es una manera de dar ánimos al inicio de una experiencia más profunda, no sé, igual a la que estamos viviendo nosotros ahora.
–¿Tú crees que esta es una experiencia más profunda?
–Para mí, sí, sin la menor duda.
–Ah, caray –dijo, y se rió forzadamente.– Cuéntame otras maneras como puede iniciarse una relación sexual.
–Yo podría ahora poner mi mano sobre tu sexo o tú la tuya sobre el mio, por ejemplo.
 –Pero eso no es un inicio, es una repetición o una conti-nuación casi natural.
–Bueno, en ese caso, creo que la única manera de iniciar una relación sexual es besándose.
–No sé, no creo, tiene que haber otras maneras.
–Es lo que te dije antes, depende la de la relación que ten-gas. Yo tengo una amiga a la que su marido cuando quiere hacer el amor con ella le dice, siempre le dice: ¿querrá tu conejito comerse su zanahoria? En los cuatro años que lle-van casados, ella no ha logrado quitarle esa cursilería.
–Si, es una huachafería.
–A otra amiga, su novio tiene que regañarla por cualquier cosa, casi pelearse por algo, y así, como una manera de amistarse, tienen sexo.
–Es curioso.
–Otra amiga ya sabe que su novio, a media semana y duran-te el fin de semana, la poseé de todas maneras. Estén donde estén, él se las arregla para poder hacer el amor. Una vez lo hicieron en el baño de la casa de un amigo donde estaban invitados a cenar. Fue terrible. Él la levantó, la apoyó en el lavatorio y cuando estaba eyaculando se vino abajo el lavatorio; los dos terminaron tirados por el suelo luego de hacer una bulla espantosa. Ella tuvo un corte en una nalga y hubo que llevarla al hospital para que la cosieran: seis puntos y la vergüenza adjunta.
–Si, qué idea, pero cuéntame cosas tuyas, deben ser más interesantes.
–Yo tengo muy pocas anécdotas que contar.
–Anda…
–De verdad…
–Pero alguna vez habrás sido virgen, por ejemplo.
–Sí, pero no tiene ninguna importancia.
–Cuéntame.
–¿Cómo dejé de ser virgen?
–Sí.
–No creo que te interese.
–Claro que me interesa.
–¿Sabes?, tienes unas curiosidades muy raras.
–Si no quieres contarme, no me cuentes, ya está: no quiero fastidiarte o que te hagas ideas raras.
Los dos se quedaron en silencio; él dio unas pitadas a su cigarrillo.
–¿Estas molesta conmigo?
–No, por qué; sólo que me extraña las preguntas que me haces. A ti que te puede ir o venir cómo perdí mi virgini-dad. Son cosas que pasan y ya está. En nada puede influir en la relación que tenemos. No me vas a conocer más o menos por contártelo o dejar de contártelo. Son tonterías.
–Perder la virginidad no es una tontería; de alguna manera ella marca el inicio de tu vida sexual. Después de perder la virginidad agregas otra dimensión amorosa a tu comporta-miento con los hombres. Ya sabes que todo no acabará en besos y sobaditas.
–No sé qué decirte. Yo tuve un novio durante cuatro años y no perdí la virginidad; él quería que tuviéramos relaciones sexuales pero yo no. Finalmente me dejó. Cuando me di cuenta de que lo perdía por una tontería ya era demasiado tarde. Con gusto me hubiera acostado con él con tal de no perderlo. Pero no pasó y se acabó la historia. Para eso me sirvió la virginidad. Es algo de lo que siempre me arrepentí.
–Bueno, pero habrás tenido más novios.
–Un año después tuve otro novio, si novio se puede llamar a alguien con el que sales cuatro o cinco veces. Me invitó un fin de semana a una fiesta en la casa de la playa de sus padres. Yo fui encantada. Pero no había ninguna fiesta. Nos estábamos besando y él quiso ir a más; yo me resistí, no me dejé levantar la falda ni abrirme la blusa.
–Y te acordaste de tu anterior novio y de las luchas iguales que tuviste contra él por el mismo motivo.
–No, ni se me ocurrió pensar en él; solo que no me daba la gana. ¿Por qué tenía que tener relaciones sexuales con él? Casi ni no nos conocíamos.
–¿Por qué entregarle tu virginidad?
–No pensé en mi virginidad; ni me pasó por la cabeza.
–¿Entonces?
–Ya te dije: no tenía ganas de hacer el amor con él.
–¿Y qué paso?
–Que se molestó, se puso algo violento, comenzó a hacer fuerza para bajarme los brazos, y abrirme con las rodillas las piernas. Era como una lucha que yo jamás hubiera podido ganar. Cuando tuve miedo de que me golpeara, me rendí, simplemente dejé de defenderme, me entregué. Él fue a lo bestia y todo duró un instante, un mínimo instante. Yo lloraba y él decía groserías.
–¿Y se acabó todo?
–Si, yo me arreglé y él me trajo de regreso a casa. Yo lloraba y él iba a toda velocidad. Ahora solo falta que nos matemos, pensaba. Nunca más volvió a llamarme ni yo a verlo. Así fue como perdí mi virginidad, ¿te ha parecido interesante?
–No, no es lo que esperaba, pero la verdad es que no me creo mucho eso de las chicas violadas por el novio. Los dos saben a lo que están jugando. Y si la mujer no colabora, no acepta lo que va a suceder, solo con mucha violencia puede una mujer ser violada. Bueno, quizá esté equivocado.
–De todo hay en la vida, pero en mi caso, ten la seguridad de que yo no quería tener relaciones sexuales con él.
–Lo siento.
–No sé qué es lo que tienes que sentir. Ni me pegaron ni me insultaron, solo me obligaron a hacer algo que yo no quería hacer en ese momento.
–Y después tuviste más novios…
–Claro, muchos novios, si eso es lo que quieres saber, y como dices, cada vez que me besaban ya sabía cómo iba a continuar el romance.
–Igual que conmigo.
–No, contigo es otra cosa. A ti no te conozco, no eres mi novio ni tenemos ningún romance.
–¿Solo soy una aventura, un polvito de paso?
–No es lo que pienso, pero así lo puedes creer tú si quieres.
–No es mi intención ofenderte.
–No, si no me ofende, solo me hace gracia la conversación que tenemos.
–Bueno, es mi culpa, yo te hice preguntas.
–Y yo quise contestártelas –agregó, mientras se levantaba de la cama y decía que iba al baño.
Al pasar por la silla donde había dejado su ropa, la recogió y se la llevó consigo.
Él también se levantó y encendió la luz de la mesa de no-che.
Se puso su pijama y sacó de armario su bata azul.
Vio el bolso de la chica sobre la mesa, y lo abrió.
Reviso la billetera, leyó su nombre, su apellido y su direc-ción, y agregó unos billetes entre los que ella tenía.
No era un pago por las horas que habían estado juntos, sino una manera de agradecerle: ya se compraría algún recuerdo con ellos.
Cuando ella salió del baño, él le dijo que era guapísima; ella se lo agradeció con una sonrisa.
Él la abrazó y la besó en las mejillas.
Después le preguntó:
–¿Me disculpas si no te llevo a tu casa y pido un taxi?
–No, lo entiendo, ya tendrás sueño y estarás cansado.
Llamó a la compañía de taxis, pidió uno, dio su dirección y el número de su tarjeta de crédito.
Los dos bajaron al vestíbulo del edificio a esperarlo.
Él caminó; ella se mantuvo sentada con cierta rigidez.
Evitaron mirarse.
No hablaron, no se dijeron nada: era como si jamás se hubieran visto y no tuvieran de qué conversar.
Cuando ella se levantó del sillón para ir hacia el taxi, él la volvió a besar en las mejillas.
Ella, en voz muy baja, le dijo adiós.
No volvió la cabeza mientras se iba ni cuando se sentó en el interior del taxi; él, por gusto, hizo una inútil despedida con el brazo en alto.






 


 



sábado, 11 de mayo de 2013

UN HAREM CRIOLLO


UN HAREM CRIOLLO

 Cierta vez, hace dos o tres años, me crucé con un antiguo amigo por la calle; yo me dirigía a entrevistarme con mi administrador y revisar los papeles de respaldo de mis inversiones, y él creo que estaba simplemente dando una pequeña vuelta por los restos de la antigua cabecera colonial de Sudamérica.

Al cruzarnos, nos saludamos con una breve inclinación de cabeza y seguimos de largo, pero como si el mismo imán nos hubiera jalado, dimos media vuelta, mencionamos nuestros nombres, nos abrazamos y fuimos al Club Nacional a bebernos unos pisco sauers y hablar de todos los años que habían pasado sin la menor noticia uno del otro.

Ambos estábamos disculpados: él hacía como dos semanas que había regresado a nuestra patria, y yo a veces estaba y a veces no estaba como para coincidir con él en alguna de sus vacaciones.

Los dos éramos unos vergonzantes rentistas, pero él daba cursillos de posgrado sobre literatura hispanoamericana en universidades europeas y norteamericanas, y yo sólo vivía dedicado con alma, corazón y vida al dulce fer niente.

Habíamos sido bastante amigos en el colegio y en la Universidad (los dos cursamos Letras y Derecho), pero las novias y otros intereses inmediatos, nos fueron separando. Es la vida, como se acostumbra decir.

Sentados cómodamente en los viejos sillones de cuero, nos contamos nuestras modestas e insignificantes existencias, y en la depresión en la que fuimos cayendo, nos dedicamos a secar un pisco sauer tras otro.

Estábamos ligeramente achispados y nuestra conversación derivó hacia las muchachas de esos lejanos años.

Hablamos de nuestras novias, de las chicas que nos gustaban, de alguna en la que habíamos coincidido, y también de esos ligues relámpagos que sólo duraban una noche muy corta.

En eso estábamos cuando de pronto me dijo que me iba a contar una historia que jamás había contado y que ahora le había venido a la memoria.

Te pido la máxima discreción, no me gustaría que se propagase.

Yo sonreí. 

¿Recuerdas que cuando estaba en la Universidad vivía en un inmenso edificio lleno de departamentos?

Seguramente estuviste alguna vez en él, me dijo, moviendo la cabeza (y claro que había estado, no una vez sino varias, e incluso alguna veces sólo pero bien acompañado).

Bueno, esta historia se inició en esos tiempos, cuando comenzaron a presentarse en el departamento, por las tardes, unas muchachas de la universidad; venían en grupito de cuatro o cinco, querían conversar sobre las materias que estudiaban o sus trabajos pendientes, e incluso a pedirme un libro prestado o a que les recomendara alguna novela, cosas así.

Luego comenzaron a venir sin motivo alguno, y se pasaban horas en mi departamento, leyendo, oyendo música o conversando entre ellas; era ya como un club donde reunirse.

Yo no les hacía el menor caso y supongo que ellas tampoco a mí.

Eran mis alumnas y no podía despacharlas.

Una mañana se presentó una sola de las muchachas; yo estaba en el dormitorio, recostado en la cama, leyendo.

Ella, llamémosle Alicia, se quedó en la sala haciendo cualquier cosa.

Y después, al poco o mucho rato, entró al dormitorio a preguntarme algo que no recuerdo, pero, en cambio, si recuerdo que me preguntó qué leía y que me pidió que le recomendara una novela entretenida.

Me levanté, le di un libro y volví recostarme en la cama a seguir leyendo.

De pronto, no sé por qué motivo, le pregunté si quería echarse en la cama a leer conmigo.

Me dijo: ¿sólo a leer?, con sonrisa pícara; le contesté, sí, sólo a leer, nada más, poniendo mi cara seria.

Entonces se quitó los zapatos y se echó a mi lado.

Era una cama individual, no muy ancha, tal vez de una plaza y media, pero quien se colocara a mi lado, en algún momento, a propósito o de casualidad, chocaría conmigo... o yo con ella.

Y así sucedió, tres o cuatro veces por lo menos.

Al cabo de una media hora, me dijo que ya debía de irse, se levantó, se puso sus zapatos, dejó la novela en la mesa y entró al baño a arreglarse.

Al despedirse me dijo que si venía alguna de las chicas, le dijera que ya se había ido al Quinto patio, una especie de café de raigambre universitario.

Y se fue.

Dos o tres días más tarde, volvió a presentarse, me siguió al dormitorio, agarró la novela que seguía sobre la mesa y se quedó de pie, en el centro de la habitación, mirándome.

Yo no dije nada; únicamente me arrimé para dejarle sitio.

Sólo hice el movimiento; no sonreí ni tuve que hacer una broma; sin mirarla me moví a un costado; eso fue todo.

Ella se echó a mi lado, luego de quitarse los zapatos.

Chocamos varias veces y en una de esas, quedamos mirándonos de frente.

De verdad, no sé si fui yo o si fue ella quien acercó más la cara como para besarme o como invitándome para que la besara.

Y, claro, la besé.

Y durante un buen rato estuvimos besándonos y acariciándonos.

Como es lógico, besarse de lado es agradable pero también incómodo, así que lo normal fue que me subiera sobre ella.

Desde ahí bajé la mano para levantarle la falda, pero ella me susurró al oído, eso no, por favor, ahora no…

Y yo, como buen caballero, respeté su decisión.

Pero con los cuerpos pegados qué haces, te mueves.

Es lo natural.

Tienes la pinga al palo, ella te siente y le gusta que tú te muevas haciéndole notar tu excitación que, a la vez, también la va excitando a ella.

Tú eyaculas, y a ella le da placer saber que has llegado a tus límites sexuales; siente que te vas relajando y luego ve que te echas al lado como diciendo esto ya terminó.

Acercando su cabeza a la mía me preguntó si me había molestado con ella.

¿Por qué? ¿Y tú conmigo?

No, me contestó, al contrario ha sido maravilloso sentirte así.

Yo prendí un cigarrillo y ella se fue al baño.

Cuando regresó se puso a mi lado, de pie, y me preguntó: ¿Esto es entre tú y yo, no?

Claro, le contesté sonriendo.

¿No le dirás nada a las chicas, verdad?

Nada de nada; lo juro, le prometí con un tonito de broma que pareció no distinguir.

Se inclinó, me besó en la mejilla y se fue.

Este jueguito se convirtió en una especie de costumbre.

Un día a la semana venía Alicia al mediodía, se echaba a mi lado, ya sin preguntarme nada, leíamos los dos un rato, disimulando, y luego volvíamos a ese juego que los chicos llaman puntada de sastre.

Un juego de adolecentes, sin la menor duda. 

Era agradable, no como tirártela seguramente, pero agradable, como un calentamiento preliminar para algo que no llegaba a su fin natural entre nosotros.

Cuando Alicia venía por la tarde con sus amigas, yo seguía leyendo o trabajando, y ella, como siempre, se quedaba con ellas, sin mirarme o decirme algo especial: ambos disimulábamos la relación que se había creado entre nosotros.

Una o dos semanas después, al regresar de un desayuno de trabajo, me encontré con Paquita echada en mi cama, leyendo.

Apenas me vio se levantó y yo, no sé a cuento de qué, le dije que si quería seguíamos los dos leyendo en la cama.

Mira, la verdad es que si sabía a cuento de qué le decía eso; a esas alturas de la vida uno ya no puede aparentar que se es tan inocente.
 
Y ella, sin más trámite, aceptó.

Así que los dos nos pusimos a leer, pero a los cinco minutos ya estaba yo subido sobre ella.

Y todo se desarrolló como con Alicia, incluso con el ahora no, por favor.

Pero ya con dos chicas a la semana jugando al sastre, se imponía una disciplina.

Con el pretexto de que seguramente tendría continuos desayunos de trabajo, le dije a cada una que debíamos fijar un día para que yo pudiera saber que me encontraría con ella y no aceptar justamente ese día algún compromiso.

Quedé el martes con Alicia y el jueves con Paquita.

Y aunque te cueste creerlo, un día me encontré con todas las mañanas citado con alguna de las chicas del grupo.

Una a una fueron subiendo a mi cama a leer conmigo y una a una fueron aceptando ese juego que finalmente resultó como calcado para cada una de ellas. 

Sin embargo, también es cierto que tenían diferentes maneras de jugar, algunas se atrevían más o buscaban satisfacciones más intensas, pero ninguna de las cinco aceptó salir de los límites que desde el principio me habían impuesto.

Cada día, aunque no lo creas, el placer era más intenso en mí, como algo nuevo, como algo diferente, como algo inesperado...

Era como tener un harem matinal…

Cada día lo disfrutaba más, lo gozaba en grande.

Cinco chicas, al parecer vírgenes, jugando conmigo al borde del acantilado.

Lamentablemente, un juego así no podía prolongarse de forma indefinida sin transformarse.

No sé por qué motivo y por qué causa, seguía teniendo en las noches mi relación normal con Lucero, mi enamorada de ese tiempo, ¿la conociste, no?, íbamos al cine, a cenar a un buen restaurante de moda, dormíamos juntos unas pocas horas y después salía disparada para su casa.

Otras noches, en las que me quedaba solo porque Lucero tenía algún compromiso profesional, buscaba a otras amigas, pellejitos las llamábamos, ¿recuerdas?, a las que te tirabas una vez y adiós, buen viaje, gracias.

Cosas de la vida; sí, tienes razón, de la ardorosa juventud.

Pues bien, y esta es la parte indiscreta, inesperada: un día, jugando con Sonia, alcanzamos un sorpresivo clímax erótico y, entre esos trajines, le susurré al oído, quiero poseerte; sí, sí, pero no me desgracies, me contestó con una voz muy lejana y temblorosa.

Con besos y caricias comencé a desnudarla.

Descubrí, asombrado, formas y senos perfectos, bellezas magníficas que la ropa ocultaba.

Pero yo continúe vestido, de rodillas, mirando, saciándome, llenándome de a una turbadora emoción carnal.

Ya desnuda, se mantuvo echada de frente sobre la cama; yo me desabroché la correa y me preparé para introducirme en ella.

No, no, me dijo, no me desgracies, y no quiso darse la vuelta; entonces los dos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, aceptamos la sodomía como la mejor alternativa para saciar nuestros deseos.

Así que entré en ella, despacio, con cuidado, besándola en el cuello, mordiéndola suavemente, jalándole el cabello, golpeando con lentitud, hasta que los dos explotamos en una satisfacción inmensa que los dos supimos silenciar dentro de nosotros mismos.

Con esmerada lentitud salí de ella, le hice dar la vuelta, apoyar su cabeza en mi pecho y, como si fuera lo más natural del mundo, se puso a llorar diciendo te amo, te amo, no te molestes conmigo...

Y así fue como iniciamos la tierna costumbre de jugar de esa manera.

Poco a poco, mi harem se fue incorporando a los nuevos juegos.

Las cinco reaccionaron igual, como si estuvieran cortadas por la misma tijera.

Muchas veces imagine que ellas estaban de acuerdo, lo tenían hablado y me estaban utilizando tanto como quisieran y hasta el punto que habían decidido arriesgarse.

No sé, nunca logré saberlo; me parecía que no, pero quién puede jurar sobre estas cosas.

De las cinco, sólo una, Lupe, no volvió a venir a verme.

Desapareció después del primer día de la extensión de nuestro juego; quizá llegó a un punto que no se esperaba o que la ofendió o la humilló mucho; no sé, fue la única que desapareció de pronto. 

Las chicas, cuando comentábamos sobre su alejamiento, me decían que tenía problemas con su padre, que quizá tuviera un novio, que estaba muy atrasada en sus estudios, en fin, toda clase de excusas y explicaciones que se inventaban porque tampoco sabían la causa.

Sólo la vi una vez, después de varios años: estaba irreconocible: gorda, vieja, gastada, con un gesto adusto y vestida con ropa corriente.

Su hermoso cabello  castaño se había transformado en un casquete sin brillo, pintado, pajizo.

Nos detuvimos en medio de la calle, sorprendidos, nos dimos besos en las mejillas y nos quedamos callados, mirando a otro lado, como si ya no tuviéramos nada que decirnos y nos avergonzara estar frente a frente.

Y sí, esa era la terrible verdad.

Nos despedimos apresuradamente.

Poco después supe que era madre soltera, que un compañero de la Universidad la había embarazado y no había querido asumir ninguna responsabilidad, alegando que no sólo era novia suya, que ya estaba muy trajinada, que se había entregado a varios compañeros y que, si era necesario, los traería para que vieran que no mentía.

Fue un hecho bochornoso que se chismeó con gran escándalo por la facultades de letras y derecho en la Universidad.

Ella dejó sus estudios y entró a trabajar en la secretaría de un ministerio… no recuerdo cuál era.

Cuando me contaron la historia, me sentí herido.

Me atribuí culpas que, quizá, en realidad, tenía.

Me molestaba haber excitado a esa muchacha, de haberle creado necesidades sexuales.

Quizá por culpa mía, ella abandonó la universidad y tuvo que resignarse a un empleo y a una vida que no llenaba sus aspiraciones.

Tal vez me odiaba, quizá me echaba la culpa de su fracaso.

Pero no podía hacer nada para ayudarla.

Ella ya vivía su vida, cualquiera que fuera, y yo también la mía; ya no habían caminos que se cruzaran.

Como una vez me dijeron: nuestras culpas justifican los pesares de otros o ya fueron olvidadas.

La historia de mi harem, terminó poco a poco.

Desde el primer día, cuando Alicia se echó a mi lado, hasta la última visita de una de ellas, transcurrieron unos ocho meses.

Nos fuimos alejando sin pensarlo ni quererlo ni decirlo.

A mí se me complicó la vida y no disponía libremente de mi tiempo, y algunas veces ellas no llegaban cuando las esperaba.

De cualquier manera, fue una historia extraña y para mí, cuando la recuerdo, gratificante.

Salvo Lupe, las otras cuatro terminaron sus estudios y ejercen sus profesiones.

Se casaron, tienen hijos, una se divorcio pero volvió a casarse, y hasta donde sé, sus jueguitos conmigo no fueron trascendentes ni significaron algo en sus vidas.

Para ellas, como para mí, sólo fueron juegos, unos juegos solamente; nada más.

Y supongo que ellas también supieron disfrutarlos.



A LA SALIDA DEL COLEGIO

 
“Cuando tenía 8 o 9 años –comenzó a contarnos–, un señor se paraba cada tarde en la esquina derecha del colegio de los Hermanos maristas, donde yo estudiaba.

Era blanco con exageración, gordo en demasía, alto, y tan viejo como le parecen todos los señores a los niños.

Vestía una bata o abrigo azul oscuro, y un sombrero de explorador inglés.

Poco antes del momento de la salida, el profesor de educación física, don Lorenzo, iba a hablar con él, y mientras tanto nosotros, uno a uno, nos dirigíamos hacia donde nos esperaba algún familiar o sirviente, o en fila india nos encaminábamos hacia al autobús de reparto a casa.

A mí me recogía Severino, el mayordomo de la casa de mi abuelo, donde vivía mientras mis padres asistían a un congreso de economistas en Viena.

En verdad, el colegio se encontraba sólo a dos cuadras de la casa del abuelo y yo podría haber ido caminando solo sin necesidad de mandar al mayordomo a buscarme como si fuera un niñito de kínder.

Pues bien, un día Severino no estuvo esperándome o, simplemente, no nos vimos.

Miré para todos lados y entre los padres de familia distinguí a la tía Eduviges esperando la salida de Genaro, su hijo, y sin pensarlo dos veces, crucé la reja, besé a mi tía y seguí de largo sin despertar la menor sospecha entre los hermanos maristas.

Justo al doblar la esquina, una señora mayor me llamó por señas desde el interior de su coche.

Mientras ella abría la puerta y hacia el movimiento de bajarse, fui acercándome y, al tenerme al frente, se levantó la falda y me enseñó una araña inmensa, llena de sangre, clavada entre sus muslos.

Debía hacerle mucho daño, pues la pobre mujer resoplaba y hacía ruidos bastante extraños, semejantes a pedir auxilio al estar ahogándose en el mar o en una piscina.

¿Ayudarla?

Ni locos; partí la carrera como si me persiguiera el diablo.

Al entrar a casa llamé a gritos a Severino con la idea de mandarlo en ayuda de la señora, pero me agarró mi abuelo de un brazo, me dio una regañada por venir solo del colegio, y me mandó a mi cuarto castigado hasta la hora de la cena.

Después ya no quise contar nada –concluyó.”

 

–¿Esta historia es real o es sólo una fantasía tuya? –le preguntó Mario, que estaba a su lado.

Él, sin alterarse, respondió de inmediato que muchísimos años más tarde, cuando era ya un hombre hecho y derecho, conoció a esa mujer en un coctel, al que asistió por acompañar a una amiga.

–Cuenta, cuenta –coreamos todos.

Durante el coctel, mi amiga –dijo, acomodándose en el sillón– se iba acercando a grupos de personas, saludaba y me presentaba a los que no me conocían; ellos y nosotros cambiamos algunas frases sin mayor importancia y, disculpándonos, seguíamos nuestro camino.

Fue casi como dar una vuelta olímpica.

Era ese tipo de reunión-coctel en que se supone que los accionistas de una empresa reciben información sobre lo bien que va la sociedad y se les invita a comprar más acciones en la Bolsa para que la empresa continúe siendo un negocio de buenos amigos. 

Bueno, mientras seguíamos saludando, llegamos a un grupo donde se encontraba una mujer ya mayor, sufriendo al menos la cincuentena, pero conservando aún con los rasgos de su impoluta belleza y una gracia muy especial.

A ella era a la única que no conocía del grupo, por lo que mi amiga debió dar el nombre de la señora y el mío al presentarnos.

Como es costumbre, nos dimos la mano con una sonrisa; eso fue todo: mi amiga y yo seguimos avanzando por el salón.

Unos pasos más allá, en voz baja, mi amiga me dijo, como poniéndome al día de los chismes sociales, que esa mujer era tremenda y que gozaba de una muy amplia y difundida reputación de lesbiana, exhibicionista y sádica.

-¿Es que no lo sabias?, me preguntó.

Le respondí que no, pero la verdad es que no había prestado atención al nombre y apellido de tan singular dama.

Mientras mi amiga conversaba en un grupo, contando las peripecias de su marido en su viaje de negocios por China, yo me aparte y, disimuladamente, me acerqué al buffet para pedir un whisky.

Mientras esperaba, descubrí que a dos pasos de donde yo estaba parado, se encontraba, quizá en igual espera, la tan extraña e interesante señora de la que hablo mi amiga.

Para romper el hielo después del saludo,  mentí diciendo que me parecía conocerla de algo pero que no podía precisar dónde y cuándo.

Ella, sin dudar ni pudor alguno, me contestó:

-Sí, nos conocímos cuando tendrías como unos diez años, y te escapaste a escondidas del Colegio Champagnat. Tu nombre me lo dijo el hermano marista que venía tras de ti. Me preguntó si te había visto pasar por ahí. lo cual, por supuesto, negué.

Nos dieron nuestros respectivos vasos con el licor pedido, y ella, con una sonrisa pícara, agregó:

-Me ha hecho mucha gracia ser presentados tanto tiempo después de ese eventual y efímero encuentro, y estar ahora en plena rememoración de algo tan singular y lejano.

Asombrado, como es natural, le pregunté cómo era posible que aún recordara mi nombre, y ella, con una sonrisa de oreja a oreja, y una mirada tiernísima, me explicó lo excepcional que resulta saber el nombre de quien has asustado, y que esa era la razón porque la que nunca había olvidado mi nombre.

Ni bien dimos el primer sorbo al licor de nuestros vasos, se presentó mi amiga y, disculpándose, me llevó del brazo a otro de sus grupos amigos.

De ella me despedí dándole un beso en la mejilla y supongo que con una sonrisa amistosa.

Después de ese encuentro, nos habremos visto cinco o seis veces más en reuniones similares; y siempre me acerqué a saludarla, dándole un beso en la mejilla y exhibiendo una visible sonrisa de familiaridad.


 
 
 

EN HONOR A BEATRIZ
 
La conocí una mañana en que la encontré esperando el ascensor.

Serían las once y yo salía de mi departamento para ir a la fábrica.

La miré, la saludé por cortesía, y bajamos los ocho pisos del edificio sin cambiar ni una palabra ni una sonrisa.

Dos desconocidos encerrados en tres metros cuadrados.

Un par de días más tarde tuvimos el mismo encuentro y lo pasamos como el primero.

Esta vez sí me fijé en ella: era un mujeron de metro setenta, con tacones, cabello negro, largo, ojos negros, ligeramente embadurnada, con un lunar en el extremo izquierdo a la altura de los labios, vestida sin interés y sin algún gusto especial.

Era un mujerón, nada más que un mujerón.

En el tercer encuentro, luego de saludarla, le pregunté si vi-víamos en el mismo piso.

Negó con la cabeza y dijo, con una voz algo gruesa, que venía con frecuencia a visitar a una amiga enferma, y con la mano hizo un gesto como señalando hacia el fondo del pasadizo de la derecha.

Eso fue todo.

En el cuarto piso el ascensor se detuvo y tardaron como media hora en lograr que se desplazara unos centímetros para que se pudiera abrir la puerta y nosotros escapáramos sin peligro.

En la media hora que pasamos juntos, sentados en el piso del ascensor, hablamos de todo, nos fuimos acercando y nos dimos unos buenos besos con sus respectivas magreadas.

Quedamos en vernos a la nueve de la noche en El gato azul para cenar juntos.

Después nos fuimos a bailar y el fin de fiesta se desenvolvió en mi departamento.

A la mañana siguiente, al despertarme, la encontré ya vestida y sentada en una silla al lado de la cama.

Le hice varias preguntas y no me dio ninguna respuesta.

Sólo me miraba con una sonrisa burlona.

Lentamente abrió la cartera que tenía sobre la falda y sacó una pistola pequeña, de cacha de nácar, eso que se llama una pistola de mujer.

Claro que me asusté.

Le pregunté qué quería.

Si era dinero que me dijera la cantidad y se lo daría.

Le ofrecí mi reloj, mi sortija, los cuadros de la sala y unas estatuillas de plata que tengo en una cómoda a la entrada.

Ella sólo sonreía con mala leche y me seguía apuntando con la pistola.

Como bromeando le dije que la noche no había sido tan atroz como para tener que matarme.

No se le movió un músculo de la cara: su inexpresiva sonrisa estaba congelada: ya era una mueca.

Finalmente la vi endurecer la cara, apuntarme al pecho con la pistola, decirme esto es por Beatriz, cerrar los ojos y apretar el gatillo.

Unas horas más tarde, me desperté.

Estaba en una cama de hospital.

A mi lado, agarrándome la mano derecha, estaba Rosario, mi ángel guardián.

Lo primero que hizo fue preguntarme: qué pasó, fueron ladrones.

Yo dije que no me acordaba de nada.

Bueno, y después lo de siempre: parte policial, explicación del médico de que el disparo había pasado cerca de la clavícula pero milagrosamente no había destrozado ni músculos ni huesos: fue un tiro limpio, con una arma de bajo calibre, concluyó.

Rosario le preguntó que cuándo podría salir.

El médico dijo que cuando lo deseara, esta misma tarde si quería, el dejaría firmada el alta.

Sólo había sufrido un fuerte shock del susto.

 No era para menos, murmuré mirando a Rosario.

En las declaraciones policiales, me mantuve en decir que no recordaba nada y que no sabía quién me había disparado.

Sin muerto, sin robo y sin arma, no podemos hacer nada –me dijo el capitán de la policía-; además, estamos hasta la coronilla de casos con muerto, con robo y  con arma pero no importa, aseveró sin mirar a nadie.

Mejor así.

Unos días más tarde, antes de ir a la fábrica, toqué la puerta de cada uno de los tres departamentos del pasadizo derecho de mi piso en el edificio.

Nadie estaba enfermo y nadie sabía quién podría ser la mujer que conocí en el ascensor.

El pretexto fue que se le había caído un pequeño arete de oro y que se lo quería devolver; no era nada importante, sólo una amabilidad.

La policía, al mes, me informó que cerraban el caso por falta de pistas para investigar.

Y yo, hasta ahora, lo digo con el corazón en la mano, no he podido saber quién diablos sería la tan vengada Beatriz.  

 
 

DESPUÉS DE LA BODA


Eran once los que estaban sentados alrededor de la mesa.

Una chica joven, vestida de novia, nueve muchachos con el uniforme de alférez del ejército del África, y otro más, otro muchacho más vestido de frac, supuestamente de novio.

Reían y festejaban.

Uno de ellos se acercó a la barra y me pidió seis botellas de distintos licores: whisky, anís dulce El Mono, coñac, tequila, vino blanco y vino tinto.

Alineó las botellas en la barra, frente a él, una a una, por tamaño.

Las risas de sus amigos salían del reservado y llenaban el bar como si hubiera una gran fiesta pletórica de invitados.

Él sonrió y señaló la coctelera del whisky sauer.

No estaba llena, pues ya era el sobrante de los servidos durante toda la noche, hasta antes de cerrar el bar por orden de los muchachos.

La miró, la alzó como pesándola y me dijo que abriera las botellas que tenía frente a él.

Yo abría y él la vaciaba en la coctelera.

No quise decir nada, pero estaba preparando la mezcla más detonante del siglo.

Cuando terminó, se sacó la casaca del uniforme, se remangó la manga derecha de su camisa, cerró el puño y metió el brazo unos 30 centímetros dentro de la coctelera.

Removió el líquido concienzudamente.

Él supuso que cuando me di la vuelta para alcanzarle la copa larga de cava que me pidió, no me era posible ver el sobre con polvo blanco que vació sobre la mezcla.

Se inclinó hacia dentro de la barra, y agarró el trapo de limpieza, el que se pasa por la barra cuando alguien se va o cuando se caen algunas gotas del vaso en el que toma el cliente.

Luego se secó el brazo, bajó la manga de su camisa y se volvió a poner su chaqueta.

Me hizo el gesto de que lo siguiera.

Alzó la coctelera y tarareando una marcha militar entró al apartado donde estaban sus amigos.

Fue recibido con aplausos, silbidos y vítores.

Yo deposité la bandeja con las nuevas copas de champagne sobre la mesa.

Al levantar la vista, me encontré con la mirada de la chica vestida de novia.

Me sonrió, más triste que satisfecha.

Me di la vuelta, salí y cerré la puerta sin ruido.

Ellos seguían divirtiéndose.

Ya en el bar no quedaba nadie, salvo ellos y yo.

Cuando llegaron, hacía un par de horas, me pidieron que cerrara el local hasta las cinco y media de la mañana, pues a esa hora debían embarcarse en el Príncipe de Esquilache, fondeado a media rada.

Los novios eran auténticos y no había razón de volver a sus casas por tan poco tiempo.

Me pagaron por adelantado el coste de cerrar el local, y en efectivo, lo que les pedí.

También hicieron un depósito de consumo, billetes que uno a uno fue depositando en la barra.

Tuve la impresión de que todos ellos llevaban un buen fajo de billetes en el bolsillo.

Cerrar el bar no presentaba ningún inconveniente.

Ya sólo estábamos las tres camareras y yo, administrador y medio dueño de “Womanwoman”.

Ellas sirvieron las primeras fuentes de piqueo, llevaron las botellas de cava con sus copas, cubrieron la mesa de ceniceros, y me pidieron permiso para irse a sus casas.

Una de ellas dijo, “son sólo muchachitos haciéndose los hombres grandes; la novia es un encanto”.

Yo sonreí y les dije que podían irse.

No habría dificultad en controlar a los chicos, y les mostré en broma uno de los bates de beisbol que tengo repartidos por el bar como medida de seguridad.

 Podría haberle pedido a “Lola la baúl” que se quedara conmigo, pero hasta las cinco y media de la mañana había mucho tiempo muerto para estar haciendo arrumacos.

Habrían pasado un par de horas y tres cocteleras con el mismo menjunje.

Al parecer les gustaba y no protestaron ni del sabor ni de las cantidades.

Allá ellos.

Me pidieron que pusiera música.

Lo hice.

Quisieron empujar la mesa a una esquina para dejar campo abierto en el medio, y los ayudé a hacerlo.

Mientras no rompieran nada, no había problemas.

Además tenía la garantía.

Ahora cantaban y los escuchaba saltar con ritmo o sin ritmo por el privado.

Se la pasaban bien.

La coctelera estaba siempre al lado del mismo muchacho, y me imaginé que seguía vaciando sobres.

Llevaron a los novios al centro de una rueda formada por ellos y los hicieron bailar con beso y sin beso, con machucada y sin machucada, cachete contra cachete, lejos y juntos, con cara de furia y con cara de amores…

Aplaudían y se reían.

Apenas era las tres de la madrugada.

Una hora más tarde, dos ya estaban dormidos, tres ha-bían corrido al baño a vomitar, y uno lo había hecho den-  tro del privado.

Cuando alguno abría la puerta, yo veía a la novia con cara de miedo.

Pero qué podría haber hecho.

De pronto se oyó, “cacha, cacha, cacha”, con voz de juerga y lujuria.

La novia dio unos gritos, pero todo estaba en los límites de una buena borrachera.

Después gritaban, “no puede, no puede, no puede”, y seguían riendo y saltando.

Los gritos de la novia ya eran de espanto.

Me acerqué y toqué la puerta.

“No pasa nada, no necesitamos nada, váyase”, me contestaron.

La novia siguió gritando, llorando a voz en cuello.

Volví a tocar la puerta, y el que me abrió tenía una navaja en la mano.

Ellos eran diez y yo estaba solo.

Ni loco.

Por el resquicio logré ver a la novia tirada sobre la mesa, con las piernas al aire, al vestido de novio arrodillado en el suelo, llorando a lágrima viva, y a un alférez, con el pene al aire, mirándome.

Al rato salió uno de ellos, abotonándose la bragueta, y me hizo el signo de silencio poniéndose el índice en medio de los labios.

Se sentó en una silla recostada contra la pared y se puso a mirarme.

Estaba borracho, borrachísimo.

En la mano izquierda tenía una de esas navajas con muelle.

Yo bajé la vista y me puse de espaldas, por los espejos podía ir vigilándolo.

Y así fueron saliendo uno a uno; hasta los dormidos salieron con los ojos abiertos como platos.

Tenían vómitos sobre el uniforme.

Ya era la cinco y diez de la madrugada: en veinte minutos debían largarse.

Oí un grito, luego más gritos de la chica vestida de novia: “yo le romperé el culo”, gritó uno de los dos que quedaban, aparte del novio inconsciente en el suelo, a los pies de la chica.

Y se oyó el aullido tenebroso da la novia.

Unos minutos después, el rompe culos salió con una sonrisa sarcástica.

“Buen culo”, dijo en voz alta.

Yo seguía de espaldas, con un bate de beisbol cerca de la mano.

Salió el décimo llorando: “fue mi primer polvo en carne viva, mi primer polvo”, y lloraba.

“¿Debemos algo?” preguntó alguno de ellos.

“La voluntad, señores, la voluntad”, contesté.

Tiraron billetes al suelo.

Abrieron la puerta y se fueron.

Estaban a tiempo para embarcarse en el Príncipe de Esquilache.

Yo fui a revisar el privado.

Al vestido de novio lo vi tirado en el suelo, desmayado o dormido, y con el pene colgándole flácido.

La vestida de novia estaba echada sobre la mesa, llorando, con las pierna abiertas y sangrando: su llanto era débil, no de protesta sino de resignación; el llanto de una novia violada.

Me dio pena.

Agarré una de las servilletas que estaban sobre la mesa y comencé a limpiarla, a quitarle la sangre.

Le decía “pobrecita, cálmate, pobrecita…”.

Quedó limpia.

Yo no iba a sacarle los mocos que debía tener adentro.

Ella seguía llorando, gimiendo, llamando a su madre.

 Me excité. Un moco más no tenía importancia.