EN HONOR A BEATRIZ
La conocí una mañana en que la encontré esperando el ascensor.
Serían las once y yo salía de mi departamento para ir a la fábrica.
La miré, la saludé por cortesía, y bajamos los ocho pisos
del edificio sin cambiar ni una palabra ni una sonrisa.
Dos desconocidos encerrados en tres metros cuadrados.
Un par de días más tarde tuvimos el mismo encuentro y lo
pasamos como el primero.
Esta vez sí me fijé en ella: era un mujeron de metro
setenta, con tacones, cabello negro, largo, ojos negros, ligeramente embadurnada,
con un lunar en el extremo izquierdo a la altura de los labios, vestida sin
interés y sin algún gusto especial.
Era un mujerón, nada más que un mujerón.
En el tercer encuentro, luego de saludarla, le pregunté si
vi-víamos en el mismo piso.
Negó con la cabeza y dijo, con una voz algo gruesa, que
venía con frecuencia a visitar a una amiga enferma, y con la mano hizo un gesto
como señalando hacia el fondo del pasadizo de la derecha.
Eso fue todo.
En el cuarto piso el ascensor se detuvo y tardaron como media
hora en lograr que se desplazara unos centímetros para que se pudiera abrir la
puerta y nosotros escapáramos sin peligro.
En la media hora que pasamos juntos, sentados en el piso del
ascensor, hablamos de todo, nos fuimos acercando y nos dimos unos buenos besos
con sus respectivas magreadas.
Quedamos en vernos a la nueve de la noche en El gato azul
para cenar juntos.
Después nos fuimos a bailar y el fin de fiesta se
desenvolvió en mi departamento.
A la mañana siguiente, al despertarme, la encontré ya
vestida y sentada en una silla al lado de la cama.
Le hice varias preguntas y no me dio ninguna respuesta.
Sólo me miraba con una sonrisa burlona.
Lentamente abrió la cartera que tenía sobre la falda y sacó
una pistola pequeña, de cacha de nácar, eso que se llama una pistola de mujer.
Claro que me asusté.
Le pregunté qué quería.
Si era dinero que me dijera la cantidad y se lo daría.
Le ofrecí mi reloj, mi sortija, los cuadros de la sala y
unas estatuillas de plata que tengo en una cómoda a la entrada.
Ella sólo sonreía con mala leche y me seguía apuntando con
la pistola.
Como bromeando le dije que la noche no había sido tan atroz
como para tener que matarme.
No se le movió un músculo de la cara: su inexpresiva sonrisa
estaba congelada: ya era una mueca.
Finalmente la vi endurecer la cara, apuntarme al pecho con
la pistola, decirme esto es por Beatriz, cerrar los ojos y apretar el gatillo.
Unas horas más tarde, me desperté.
Estaba en una cama de hospital.
A mi lado, agarrándome la mano derecha, estaba Rosario, mi
ángel guardián.
Lo primero que hizo fue preguntarme: qué pasó, fueron ladrones.
Yo dije que no me acordaba de nada.
Bueno, y después lo de siempre: parte policial, explicación
del médico de que el disparo había pasado cerca de la clavícula pero
milagrosamente no había destrozado ni músculos ni huesos: fue un tiro limpio, con
una arma de bajo calibre, concluyó.
Rosario le preguntó que cuándo podría salir.
El médico dijo que cuando lo deseara, esta misma tarde si
quería, el dejaría firmada el alta.
Sólo había sufrido un fuerte shock del susto.
No era para menos,
murmuré mirando a Rosario.
En las declaraciones policiales, me mantuve en decir que no
recordaba nada y que no sabía quién me había disparado.
Sin muerto, sin robo y sin arma, no podemos hacer nada –me
dijo el capitán de la policía-; además, estamos hasta la coronilla de casos con
muerto, con robo y con arma pero no
importa, aseveró sin mirar a nadie.
Mejor así.
Unos días más tarde, antes de ir a la fábrica, toqué la
puerta de cada uno de los tres departamentos del pasadizo derecho de mi piso en
el edificio.
Nadie estaba enfermo y nadie sabía quién podría ser la mujer
que conocí en el ascensor.
El pretexto fue que se le había caído un pequeño arete de
oro y que se lo quería devolver; no era nada importante, sólo una amabilidad.
La policía, al mes, me informó que cerraban el caso por
falta de pistas para investigar.
Y yo, hasta ahora, lo digo con el corazón en la mano, no he
podido saber quién diablos sería la tan vengada Beatriz.
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