DESPUÉS
DE LA BODA
Eran once los que estaban sentados alrededor de la mesa.
Una chica joven, vestida de novia, nueve muchachos con el
uniforme de alférez del ejército del África, y otro más, otro muchacho más
vestido de frac, supuestamente de novio.
Reían y festejaban.
Uno de ellos se acercó a la barra y me pidió seis botellas
de distintos licores: whisky, anís dulce El Mono, coñac, tequila, vino blanco y
vino tinto.
Alineó las botellas en la barra, frente a él, una a una, por
tamaño.
Las risas de sus amigos salían del reservado y llenaban el
bar como si hubiera una gran fiesta pletórica de invitados.
Él sonrió y señaló la coctelera del whisky sauer.
No estaba llena, pues ya era el sobrante de los servidos
durante toda la noche, hasta antes de cerrar el bar por orden de los muchachos.
La miró, la alzó como pesándola y me dijo que abriera las
botellas que tenía frente a él.
Yo abría y él la vaciaba en la coctelera.
No quise decir nada, pero estaba preparando la mezcla más detonante
del siglo.
Cuando terminó, se sacó la casaca del uniforme, se remangó la
manga derecha de su camisa, cerró el puño y metió el brazo unos 30 centímetros
dentro de la coctelera.
Removió el líquido concienzudamente.
Él supuso que cuando me di la vuelta para alcanzarle la copa
larga de cava que me pidió, no me era posible ver el sobre con polvo blanco que
vació sobre la mezcla.
Se inclinó hacia dentro de la barra, y agarró el trapo de
limpieza, el que se pasa por la barra cuando alguien se va o cuando se caen
algunas gotas del vaso en el que toma el cliente.
Luego se secó el brazo, bajó la manga de su camisa y se
volvió a poner su chaqueta.
Me hizo el gesto de que lo siguiera.
Alzó la coctelera y tarareando una marcha militar entró al
apartado donde estaban sus amigos.
Fue recibido con aplausos, silbidos y vítores.
Yo deposité la bandeja con las nuevas copas de champagne
sobre la mesa.
Al levantar la vista, me encontré con la mirada de la chica
vestida de novia.
Me sonrió, más triste que satisfecha.
Me di la vuelta, salí y cerré la puerta sin ruido.
Ellos seguían divirtiéndose.
Ya en el bar no quedaba nadie, salvo ellos y yo.
Cuando llegaron, hacía un par de horas, me pidieron que
cerrara el local hasta las cinco y media de la mañana, pues a esa hora debían
embarcarse en el Príncipe de Esquilache, fondeado a media rada.
Los novios eran auténticos y no había razón de volver a sus
casas por tan poco tiempo.
Me pagaron por adelantado el coste de cerrar el local, y en
efectivo, lo que les pedí.
También hicieron un depósito de consumo, billetes que uno a
uno fue depositando en la barra.
Tuve la impresión de que todos ellos llevaban un buen fajo
de billetes en el bolsillo.
Cerrar el bar no presentaba ningún inconveniente.
Ya sólo estábamos las tres camareras y yo, administrador y
medio dueño de “Womanwoman”.
Ellas sirvieron las primeras fuentes de piqueo, llevaron las
botellas de cava con sus copas, cubrieron la mesa de ceniceros, y me pidieron
permiso para irse a sus casas.
Una de ellas dijo, “son sólo muchachitos haciéndose los
hombres grandes; la novia es un encanto”.
Yo sonreí y les dije que podían irse.
No habría dificultad en controlar a los chicos, y les mostré
en broma uno de los bates de beisbol que tengo repartidos por el bar como
medida de seguridad.
Podría haberle pedido
a “Lola la baúl” que se quedara conmigo, pero hasta las cinco y media de la
mañana había mucho tiempo muerto para estar haciendo arrumacos.
Habrían pasado un par de horas y tres cocteleras con el
mismo menjunje.
Al parecer les gustaba y no protestaron ni del sabor ni de
las cantidades.
Allá ellos.
Me pidieron que pusiera música.
Lo hice.
Quisieron empujar la mesa a una esquina para dejar campo
abierto en el medio, y los ayudé a hacerlo.
Mientras no rompieran nada, no había problemas.
Además tenía la garantía.
Ahora cantaban y los escuchaba saltar con ritmo o sin ritmo
por el privado.
Se la pasaban bien.
La coctelera estaba siempre al lado del mismo muchacho, y me
imaginé que seguía vaciando sobres.
Llevaron a los novios al centro de una rueda formada por
ellos y los hicieron bailar con beso y sin beso, con machucada y sin machucada,
cachete contra cachete, lejos y juntos, con cara de furia y con cara de amores…
Aplaudían y se reían.
Apenas era las tres de la madrugada.
Una hora más tarde, dos ya estaban dormidos, tres ha-bían
corrido al baño a vomitar, y uno lo había hecho den- tro del privado.
Cuando alguno abría la puerta, yo veía a la novia con cara
de miedo.
Pero qué podría haber hecho.
De pronto se oyó, “cacha, cacha, cacha”, con voz de juerga y
lujuria.
La novia dio unos gritos, pero todo estaba en los límites de
una buena borrachera.
Después gritaban, “no puede, no puede, no puede”, y seguían
riendo y saltando.
Los gritos de la novia ya eran de espanto.
Me acerqué y toqué la puerta.
“No pasa nada, no necesitamos nada, váyase”, me contestaron.
La novia siguió gritando, llorando a voz en cuello.
Volví a tocar la puerta, y el que me abrió tenía una navaja
en la mano.
Ellos eran diez y yo estaba solo.
Ni loco.
Por el resquicio logré ver a la novia tirada sobre la mesa,
con las piernas al aire, al vestido de novio arrodillado en el suelo, llorando
a lágrima viva, y a un alférez, con el pene al aire, mirándome.
Al rato salió uno de ellos, abotonándose la bragueta, y me
hizo el signo de silencio poniéndose el índice en medio de los labios.
Se sentó en una silla recostada contra la pared y se puso a
mirarme.
Estaba borracho, borrachísimo.
En la mano izquierda tenía una de esas navajas con muelle.
Yo bajé la vista y me puse de espaldas, por los espejos
podía ir vigilándolo.
Y así fueron saliendo uno a uno; hasta los dormidos salieron
con los ojos abiertos como platos.
Tenían vómitos sobre el uniforme.
Ya era la cinco y diez de la madrugada: en veinte minutos
debían largarse.
Oí un grito, luego más gritos de la chica vestida de novia:
“yo le romperé el culo”, gritó uno de los dos que quedaban, aparte del novio inconsciente
en el suelo, a los pies de la chica.
Y se oyó el aullido tenebroso da la novia.
Unos minutos después, el rompe culos salió con una sonrisa
sarcástica.
“Buen culo”, dijo en voz alta.
Yo seguía de espaldas, con un bate de beisbol cerca de la
mano.
Salió el décimo llorando: “fue mi primer polvo en carne
viva, mi primer polvo”, y lloraba.
“¿Debemos algo?” preguntó alguno de ellos.
“La voluntad, señores, la voluntad”, contesté.
Tiraron billetes al suelo.
Abrieron la puerta y se fueron.
Estaban a tiempo para embarcarse en el Príncipe de Esquilache.
Yo fui a revisar el privado.
Al vestido de novio lo vi tirado en el suelo, desmayado o
dormido, y con el pene colgándole flácido.
La vestida de novia estaba echada sobre la mesa, llorando, con
las pierna abiertas y sangrando: su llanto era débil, no de protesta sino de
resignación; el llanto de una novia violada.
Me dio pena.
Agarré una de las servilletas que estaban sobre la mesa y
comencé a limpiarla, a quitarle la sangre.
Le decía “pobrecita, cálmate, pobrecita…”.
Quedó limpia.
Yo no iba a sacarle los mocos que debía tener adentro.
Ella seguía llorando, gimiendo, llamando a su madre.
Me excité. Un moco
más no tenía importancia.
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