sábado, 11 de mayo de 2013


DURMIENDO EN HUANCAYO

La verdad es que no logró situar la historia: no sé si fue en Huancayo o en Huánuco, pero debe ser en una de las dos.

Tampoco recuerdo la razón para estar ahí.

La cierto es que llegué y me alojé en la residencia de un ingeniero amigo que estaba ausente y me invitó a utilizarla al pasar por ahí.

Bueno, residencia tal vez sea una exageración.

Era una cabañita de madera, creo que de esas que venden prefabricadas y te la instalan en un par de días, con todo: baño, desagüe, electricidad y si es necesario hasta te la amueblan. 

Sí, fue en Huancayo, seguro.

Era una mina.

El ingeniero era Alejandro Valcárcel, buen amigo hasta su muerte en un derrumbe en esa misma mina.

Creo que estaba en Huancayo en un viaje de paseo con el pretexto de ir parando en diversos lugares para tratar de huaquear.

No conseguí gran cosa, pero sí unos diez huacos de enfermedades faciales, moldeadas a la perfección.

Los doné al museo.

No era ese tipo de huaco la razón de mi búsqueda.

Quería otra cosa, después te lo contaré.

Sí, es verdad, me interesaban más fósiles humanos, homínidos, pero esa vez no hallé ninguno. 

Bien, apenas entré con el coche, el capataz salió a recibirme y, por instrucciones ya recibidas, me abrió la casa de Alejandro.

Acomodé mis maletas y me fumé un cigarrillo echado en la cama.

Di un par de vueltas por la casa y por el asentamiento minero sin descubrir en ninguno de los dos lados algo de interés.

Es poco lo que descubres en una casa de paso y menos aún en los alrededores de una mina.

En los socavones estaban trabajando, pues al asomarme oí ruidos y palabras sueltas, pero no quise meterme.

Finalmente agarré el jeep y me fui a Huancayo para airearme y comer algo.

Olvídate de pueblitos serranos.

Por lo que recuerdo era una ciudad como cualquier otra.

Edificios modernos y grandes, tiendas, conglomeración de coches.

Claro que a los alrededores aún hay vestigios folklóricos, pero ya no encuentras una casa sin televisión en niguna parte del mundo. 

Bueno, me metí a un restaurante típico y me comí un par de hamburguesas con papas fritas, salsa de tomate, cátchup, y me tomé dos cocas.

Era la oferta del menú.

Al salir choqué con una serranita vestida de prostituta. 

Lo mejor eran sus cachetes, rojos, rojos sobre un campo de trigo, trigueña.

También tenía unos bonitos ojos café, dos trenzas, y las piernas y los brazos en carne de gallina.

No llegaba a tiritar, pero se veía que estaba helada.

Repuestos los dos de la sorpresa del encontronazo, ella me dijo:

–¿Lo acompaño, patroncito?

–¿Adónde, chiquita?

–Usted di, yo te sigo. Para eso lo acompaño pues…

–¿Qué edad tienes? ¿Quince?

–No, patrón, los veinte. ¿Quiere mi carnet? No me tomó bien el fotógrafo, pero se nota que soy yo misma, su servidora. Pero yo lo acompaño. Será noche de frío (decidí, disculpa, eliminar mi pretensión de copiar el castellano de los indígenas porque no me sale y nunca me ha salido).

Te sigo contando:

–Sí –le dije–, ¿y a cómo será la pedrada?

–Unos veinte dólares.

–Cincuenta soles, es mucho.

–Para toda la noche. Dormir calientito.

–Estoy en la mina…

–Eres minero o turista.

–Turista.

–Entonces que sean cuarenta.

–¿Una rebajita?

–¿Por qué?

–Te bajas a cuarenta soles.

–No, cuarenta dólares.

–¿Duplicas? ¿No es mucho?

–Sí, pero tú ser turista. 

–Bueno, bueno, vamos a la mina.

–Y cómo sé que eres buen hombre y no matador.

–¿Tengo cara de criminal?

–No, pero el destino de las chicas malas es terminar en las garras de un asesino o enfermas en un hospital. Tú no tienes cara de enfermo ni de asesino; vamos pues, te acompaño.

Y nos fuimos caminando hacia el jeep.

Le pregunté:

–¿Desde cuándo haces la calle?

–¿La calle? Trabajo desde hace medio año. No, tres años. No, medio año. Lo que pasa es que me han dicho que mejor es aumentar el tiempo para hacer creer que tengo mucha experiencia en dar placer a los hombres.

–¿Al qué…? Bueno, olvídalo, mejor dime cómo te llamas.

–Lulú.

–Caray, dime tu nombre de verdad. No te puedes llamar Lulú, nadie se llama Lulú.

–Es el nombre que me dieron. Mi tío dice que es mi nombre de combate.

–¡¡Ahhh!! Pero el que te pusieron tus padres cuál fue.

–María Rosario de las Panderetas.

–¿Cómo? –pregunté asombrado.

–Es verdad, patroncito, así me pusieron mis papis.

–Pero cuando tu madre o tus hermanas te hablan no dirán: ¡Oye, María Rosario de las Panderetas, ven aquí!

–No, señor, no, me dicen Pan. Y mi papá me dice, eres buena como el pan, hijita. Ya se murió mi papá, ahora vivimos con mi madre y un primo suyo, mi tío Lucho. Somos cuatro hermanas. Yo soy la grande. ¿De verdad quiere que le cuente mi vida?

–Si quieres… te escucho.

–¿Por qué me hace tantas preguntas? Los hombres no acostumbran preguntar tanto. Sólo el nombre y cuál es mi gracia.

–¿Y cuál es tu gracia?

–Bailar como la Tongolele.

–¿De verdad?

–No, es broma.

–¿Y a quien le das tu dinero?

–¿Cómo?

–¿Quién te cuida? ¿Quién te protege?

–Mi papá, pero ya se murió. A veces viene mi tío, pero no siempre. Hoy no.

–¿Has estado antes en la mina?

–Sólo en fiestas dos o tres veces nomás.

–¿Fiestas?

–Si, festejan el día de la patrona, el santo del jefe, cuando abren un túnel. Habré venido dos o tres veces… invitada.

–¿A trabajar?

–No. De compañía de Toribio.

–¿Y quién es Toribio?

– Otro tío, hermano de mi padre.

–Ahhhh…

–Pero en las noches trabajaba, cuando ya estaban borrachos y pagaban. Se hacían buenos billetes.

–¿Cuánto ganas en una noche?

–No sé, a veces diez soles, otras veinte, otras a treinta. Depende de cuántos me lleven.

– O sea hoy te saldrá como si te hubieran llevado diez veces.

–No sé. Aún no he hecho los cálculos. Mi tío es quien sabe. Mi mamá le da el dinero para que él lo guarde. A veces, cuando quiere que le haga caricias para dormirse, mi  mamá llora…

–¿Por qué?

–Usted pregunta mucho, patrón. No me haga más preguntas.

Su voz tenía por ratos un tono entre resentido y triste.

Miró a otro lado por la ventanilla.

Tal vez estuviera llorando.

No lo sé.

No le hablé más ni le hice preguntas durante el resto del camino.

Al llegar a la mina estacioné directo en la puerta de la casa de Alejandro y bajamos los dos; para que no nos vieran o, al menos, para que nos vieran lo menos posible.

Mañana, en la mañana, temprano, trataría de salir discretamente para evitar comentarios.

Todos deben conocer a Lulú de las panderetas, me imagino.

No bien entramos, se me ocurrió ofrecerle una copa para alejar el frío.

–Casi nunca tomo, patroncito, pero ahora sí -me contestó–; después se puso a elogiar la salita de Alejandro, la habitación, el baño, la cocinita.

Yo no encontraba una botella con licor.

Después de un tiempo, apareció en un cajón de la cómoda, entre la ropa interior de Alejandro, una botella de Chivas bien cubierta por calzoncillos y calcetines, nueva, sin abrir.

Llené un vasito y lo vacié de un solo golpe, como en el oeste; le serví a ella y llené otra vez i copa.

Eran esos vasos chiquitos a los que la gente les ha dado el espantoso nombre de chupitos.

En mi país un chupo es un grano grande con mucha pus, feo; chupito algo semejante, de menor tamaño, pero también lleno de pus.

Ella no dijo nada y se lo bebió igual que yo, como en el oeste.

Serví tres más, y seco y volteao.

Al sexto paramos.

¿Ya quieres que me desnude? –me preguntó–. Golpea el trago ese –comentó, mientras iba de camino al dormitorio.

Dicen que en la sierra le gente no se embriaga tan fácilmente como en la costa.

No sé.

Yo ahora no sentía nada, pero cinco, seis traguitos no emborrachan a nadie.

Desde el dormitorio gritó: yaaaa, patroncito.

Media hora después ella dormía y yo estaba soñoliento.

Serían las doce de la noche, el nuevo día comenzaba.

Vi la luz prendida de la salita, pero me dio flojera ir a apagarla.

Ya estaba comenzando a dormirme, cuando sonó un largo  e intermitente pitido.

La chica dio un salto y se quedó sentada, mirando a todos lados y sin saber qué pasaba y dónde estaba. 

Después dijo:

–Disculpa, me dormí. ¿Quieres otro coito?

–No, así está bien, María Remedios de la Pandereta.

–No, María Rosario de la Pandereta, por la Virgen del Rosario.

–Ahhh.

–Cuando se alquila una mujer para toda la noche, se pueden hacer muchos coitos. El tiempo de ella lo compra el que paga. Una tiene que aguantarse. A veces te piden cosas raras como que te des la vuelta o chupes el pene. Yo lo hago pero no me gusta: uno duele y lo otro me da asco. Pero debo hacer lo que me piden. ¿Tú quieres algo así? Si quieres te lo hago con gusto, contigo no me importa. Desde que te vi me gustaste, te lo juro por mi mamita linda.

No sabía cuanto había de ingenuidad o de sapiencia en lo que decía. Parecía inocente pero igual era puro teatro.

–¿Cuánto tiempo te quedarás en la mina?

–Mañana me voy, sigo rumbo hasta donde llegue, después pasaré por aquí, a la vuelta. No sé en cuánto tiempo, una semana, dos, un mes.

Era verdad, sólo quería hacer kilómetros por la sierra, parando para huaquear un rato: Fue un antojo.

–Si quieres me voy contigo.

–No es mala idea.

–Al final, me regresas aquí.

–Claro.

–¿Y me llevarías a Lima también?

–Claro, María Remedios, claro.

–María Rosario. Avisaré a mi mamita.

–Bueno, muy bien.

–¿Quieres que ya durmamos?

Se acomodó a mi cuerpo y su calor me sirvió parta ir quedándome dormido poco a poco. Ella comenzó a roncar, despacito, pero roncaba.

A las seis nos volvió a despertar el pitido de la llamada al trabajo.

Esta vez fuimos dos los que dimos un salto y nos quedamos sentados.

Eran las seis de la mañana.

Una buena hora para levantarnos.

Nos duchamos juntos.

Tenía un bonito cuerpo, bastante proporcionado.

Ella me enjabonó a mí, pero no quiso que yo la enjabonara a ella: ¿Sabría lo que es la lluvia dorada?

Mientras nos vestíamos dijo que le gustaba mucho la casa.

–La mina no me gusta, pero sí viviría aquí, contigo.

Subimos al jeep y nos fuimos.

El capataz no estaba a la vista; mejor así.

Durante el regreso a Huancayo hablamos del viaje que haríamos juntos.

Yo fui el que saqué el tema.

Ella me pareció que no lo recordaba.

Pero estuvo media fría haciendo comentarios vulgares y completamente falsos al mostrar alegrías.

No era la putilla de ayer en la noche.

Está era más basta, menos ingenua, más pilla, más puta.

Le pregunté adonde quería que la dejara.

–En mi casa pues, dónde si no –me respondió.

–¿Dónde está?

–Tú sigue, yo te aviso. Sigue derecho.

Era como si me despreciara; tal vez tuviera razón, no es muy respetable el hombre que alquila una hembra.

–Aún no me has pagado 

–¿Cuánto quieres?

–Lo que acordamos más una buena propina.

–Te daré cincuenta soles.

–No, dólares.

No quise discutir; siempre es así, a la hora de pagar todo el mundo discute el precio; yo siempre pago sin discutir.

–Ya me querías dar menos. Si me descuido me robas.

–No, te juro que no.

–Calla tú; búscame cuando vengas de nuevo queriendo buenos polvos. Te cobraré menos. Como cliente viejo. Anoche la pasaste genial conmigo, ¿no digas que no? Pero lo del viaje no sé si mi tío me da permiso. Haré la prueba, aunque sólo haya sido un polvo. Pero fue tu culpa, no podías más, seguro. Espérame frente a la catedral a la una. Si no llegó es porque me lo han prohibido. Hay que obedecer a la familia. Además tengo dos hijas y la conchuda de mi madre no quiere cuidarlas aunque le doy su buena pasta. Una mierda todo esto. Y para qué, para terminar con el cuello cortado por algún imbécil hijo de puta. Déjame aquí.

Paré y agradecí que se bajara.

–¿Quieres un chupete?

–No, así está bien.

–Tú gusto, tú mandas.

Me dio la espalda y se fue caminando vestida de puta y contoneándose como puta.

Era un mamarracho.

La fregué…, como siempre, la fregué.

Son atroces los despertares.


 

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