DURMIENDO EN HUANCAYO
La verdad es que
no logró situar la historia: no sé si fue en Huancayo o en Huánuco, pero debe
ser en una de las dos.
Tampoco recuerdo
la razón para estar ahí.
La cierto es que
llegué y me alojé en la residencia de un ingeniero amigo que estaba ausente y me invitó a utilizarla al pasar por ahí.
Bueno,
residencia tal vez sea una exageración.
Era una cabañita
de madera, creo que de esas que venden prefabricadas y te la instalan en un par
de días, con todo: baño, desagüe, electricidad y si es necesario hasta te la amueblan.
Sí, fue en
Huancayo, seguro.
Era una mina.
El ingeniero era
Alejandro Valcárcel, buen amigo hasta su muerte en un derrumbe en esa misma
mina.
Creo que estaba
en Huancayo en un viaje de paseo con el pretexto de ir parando en diversos lugares para tratar de huaquear.
No conseguí gran
cosa, pero sí unos diez huacos de enfermedades faciales, moldeadas a la
perfección.
Los doné al
museo.
No era ese tipo
de huaco la razón de mi búsqueda.
Quería otra
cosa, después te lo contaré.
Sí, es verdad, me interesaban más fósiles humanos, homínidos, pero esa vez no hallé ninguno.
Sí, es verdad, me interesaban más fósiles humanos, homínidos, pero esa vez no hallé ninguno.
Bien, apenas entré con el coche, el
capataz salió a recibirme y, por instrucciones ya recibidas, me abrió la casa
de Alejandro.
Acomodé mis maletas
y me fumé un cigarrillo echado en la cama.
Di un par de vueltas por la casa y por el asentamiento minero sin descubrir en ninguno de los dos lados algo de interés.
Es poco lo que descubres en una casa de paso y menos aún en los alrededores de una mina.
En los socavones
estaban trabajando, pues al asomarme oí ruidos y palabras sueltas, pero no quise meterme.
Finalmente agarré
el jeep y me fui a Huancayo para airearme y comer algo.
Olvídate de
pueblitos serranos.
Por lo que
recuerdo era una ciudad como cualquier otra.
Edificios
modernos y grandes, tiendas, conglomeración de coches.
Claro que a los alrededores aún hay vestigios folklóricos, pero ya no encuentras una casa sin televisión en niguna parte del mundo.
Claro que a los alrededores aún hay vestigios folklóricos, pero ya no encuentras una casa sin televisión en niguna parte del mundo.
Bueno, me metí a un
restaurante típico y me comí un par de hamburguesas con papas fritas, salsa de
tomate, cátchup, y me tomé dos cocas.
Era la oferta
del menú.
Al salir
choqué con una serranita vestida de prostituta.
Lo mejor eran
sus cachetes, rojos, rojos sobre un campo de trigo, trigueña.
También tenía
unos bonitos ojos café, dos trenzas, y las piernas y los brazos en carne de
gallina.
No llegaba a
tiritar, pero se veía que estaba helada.
Repuestos los
dos de la sorpresa del encontronazo, ella me dijo:
–¿Lo acompaño,
patroncito?
–¿Adónde,
chiquita?
–Usted di, yo te
sigo. Para eso lo acompaño pues…
–¿Qué edad
tienes? ¿Quince?
–No, patrón, los
veinte. ¿Quiere mi carnet? No me tomó bien el fotógrafo, pero se nota que soy
yo misma, su servidora. Pero yo lo acompaño. Será noche de frío (decidí,
disculpa, eliminar mi pretensión de copiar el castellano de los indígenas
porque no me sale y nunca me ha salido).
Te sigo
contando:
–Sí –le dije–,
¿y a cómo será la pedrada?
–Unos veinte dólares.
–Cincuenta
soles, es mucho.
–Para toda la
noche. Dormir calientito.
–Estoy en la
mina…
–Eres minero o
turista.
–Turista.
–Entonces que
sean cuarenta.
–¿Una rebajita?
–¿Por qué?
–Te bajas a
cuarenta soles.
–No, cuarenta
dólares.
–¿Duplicas? ¿No
es mucho?
–Sí, pero tú ser
turista.
–Bueno, bueno,
vamos a la mina.
–Y cómo sé que
eres buen hombre y no matador.
–¿Tengo cara de
criminal?
–No, pero el
destino de las chicas malas es terminar en las garras de un asesino o enfermas
en un hospital. Tú no tienes cara de enfermo ni de asesino; vamos pues, te acompaño.
Y nos fuimos caminando
hacia el jeep.
Le pregunté:
–¿Desde cuándo
haces la calle?
–¿La calle?
Trabajo desde hace medio año. No, tres años. No, medio año. Lo que pasa es que
me han dicho que mejor es aumentar el tiempo para hacer creer que tengo mucha experiencia
en dar placer a los hombres.
–¿Al qué…?
Bueno, olvídalo, mejor dime cómo te llamas.
–Lulú.
–Caray, dime tu
nombre de verdad. No te puedes llamar Lulú, nadie se llama Lulú.
–Es el nombre
que me dieron. Mi tío dice que es mi nombre de combate.
–¡¡Ahhh!! Pero
el que te pusieron tus padres cuál fue.
–María Rosario
de las Panderetas.
–¿Cómo?
–pregunté asombrado.
–Es verdad, patroncito,
así me pusieron mis papis.
–Pero cuando tu
madre o tus hermanas te hablan no dirán: ¡Oye, María Rosario de las Panderetas,
ven aquí!
–No, señor, no,
me dicen Pan. Y mi papá me dice, eres buena como el pan, hijita. Ya se murió mi
papá, ahora vivimos con mi madre y un primo suyo, mi tío Lucho. Somos cuatro
hermanas. Yo soy la grande. ¿De verdad quiere que le cuente mi vida?
–Si quieres… te
escucho.
–¿Por qué me
hace tantas preguntas? Los hombres no acostumbran preguntar tanto. Sólo el
nombre y cuál es mi gracia.
–¿Y cuál es tu
gracia?
–Bailar como la
Tongolele.
–¿De verdad?
–No, es broma.
–¿Y a quien le
das tu dinero?
–¿Cómo?
–¿Quién te
cuida? ¿Quién te protege?
–Mi papá, pero
ya se murió. A veces viene mi tío, pero no siempre. Hoy no.
–¿Has estado
antes en la mina?
–Sólo en fiestas
dos o tres veces nomás.
–¿Fiestas?
–Si, festejan el
día de la patrona, el santo del jefe, cuando abren un túnel. Habré venido dos o
tres veces… invitada.
–¿A trabajar?
–No. De compañía
de Toribio.
–¿Y quién es
Toribio?
– Otro tío,
hermano de mi padre.
–Ahhhh…
–Pero en las
noches trabajaba, cuando ya estaban borrachos y pagaban. Se hacían buenos
billetes.
–¿Cuánto ganas
en una noche?
–No sé, a veces
diez soles, otras veinte, otras a treinta. Depende de cuántos me lleven.
– O sea hoy te
saldrá como si te hubieran llevado diez veces.
–No sé. Aún no
he hecho los cálculos. Mi tío es quien sabe. Mi mamá le da el dinero para que
él lo guarde. A veces, cuando quiere que le haga caricias para dormirse, mi mamá llora…
–¿Por qué?
–Usted pregunta
mucho, patrón. No me haga más preguntas.
Su voz tenía por ratos un tono entre resentido y triste.
Miró a otro lado
por la ventanilla.
Tal vez estuviera
llorando.
No lo sé.
No le hablé más ni
le hice preguntas durante el resto del camino.
Al llegar a la
mina estacioné directo en la puerta de la casa de Alejandro y bajamos los
dos; para que no nos vieran o, al menos, para que nos vieran lo menos posible.
Mañana, en la
mañana, temprano, trataría de salir discretamente para evitar comentarios.
Todos deben
conocer a Lulú de las panderetas, me imagino.
No bien
entramos, se me ocurrió ofrecerle una copa para alejar el frío.
–Casi nunca
tomo, patroncito, pero ahora sí -me contestó–; después se puso a elogiar la
salita de Alejandro, la habitación, el baño, la cocinita.
Yo no encontraba
una botella con licor.
Después de un
tiempo, apareció en un cajón de la cómoda, entre la ropa interior de Alejandro,
una botella de Chivas bien cubierta por calzoncillos y calcetines, nueva, sin
abrir.
Llené un vasito
y lo vacié de un solo golpe, como en el oeste; le serví a ella y llené otra vez i copa.
Eran esos vasos
chiquitos a los que la gente les ha dado el espantoso nombre de chupitos.
En mi país un
chupo es un grano grande con mucha pus, feo; chupito algo semejante, de
menor tamaño, pero también lleno de pus.
Ella no dijo
nada y se lo bebió igual que yo, como en el oeste.
Serví tres más,
y seco y volteao.
Al sexto
paramos.
¿Ya quieres que
me desnude? –me preguntó–. Golpea el trago ese –comentó, mientras iba de camino
al dormitorio.
Dicen que en la
sierra le gente no se embriaga tan fácilmente como en la costa.
No sé.
Yo ahora no
sentía nada, pero cinco, seis traguitos no emborrachan a nadie.
Desde el dormitorio
gritó: yaaaa, patroncito.
Media hora
después ella dormía y yo estaba soñoliento.
Serían las
doce de la noche, el nuevo día comenzaba.
Vi la luz
prendida de la salita, pero me dio flojera ir a apagarla.
Ya estaba
comenzando a dormirme, cuando sonó un largo e intermitente pitido.
La chica dio un
salto y se quedó sentada, mirando a todos lados y sin saber qué pasaba y dónde
estaba.
Después dijo:
–Disculpa, me
dormí. ¿Quieres otro coito?
–No, así está
bien, María Remedios de la Pandereta.
–No, María
Rosario de la Pandereta, por la Virgen del Rosario.
–Ahhh.
–Cuando se
alquila una mujer para toda la noche, se pueden hacer muchos coitos. El tiempo
de ella lo compra el que paga. Una tiene que aguantarse. A veces te piden cosas
raras como que te des la vuelta o chupes el pene. Yo lo hago pero no me gusta:
uno duele y lo otro me da asco. Pero debo hacer lo que me piden. ¿Tú quieres
algo así? Si quieres te lo hago con gusto, contigo no me importa. Desde que te
vi me gustaste, te lo juro por mi mamita linda.
No sabía cuanto
había de ingenuidad o de sapiencia en lo que decía. Parecía inocente pero igual
era puro teatro.
–¿Cuánto tiempo
te quedarás en la mina?
–Mañana me voy,
sigo rumbo hasta donde llegue, después pasaré por aquí, a la vuelta. No sé en
cuánto tiempo, una semana, dos, un mes.
Era verdad, sólo
quería hacer kilómetros por la sierra, parando para huaquear un rato: Fue un
antojo.
–Si quieres me
voy contigo.
–No es mala
idea.
–Al final, me
regresas aquí.
–Claro.
–¿Y me llevarías
a Lima también?
–Claro, María
Remedios, claro.
–María Rosario. Avisaré
a mi mamita.
–Bueno, muy
bien.
–¿Quieres que ya
durmamos?
Se acomodó a mi
cuerpo y su calor me sirvió parta ir quedándome dormido poco a poco. Ella
comenzó a roncar, despacito, pero roncaba.
A las seis nos
volvió a despertar el pitido de la llamada al trabajo.
Esta vez fuimos
dos los que dimos un salto y nos quedamos sentados.
Eran las seis de
la mañana.
Una buena hora
para levantarnos.
Nos duchamos
juntos.
Tenía un bonito
cuerpo, bastante proporcionado.
Ella me enjabonó
a mí, pero no quiso que yo la enjabonara a ella: ¿Sabría lo que es la lluvia
dorada?
Mientras nos
vestíamos dijo que le gustaba mucho la casa.
–La mina no me
gusta, pero sí viviría aquí, contigo.
Subimos al jeep
y nos fuimos.
El capataz no
estaba a la vista; mejor así.
Durante el
regreso a Huancayo hablamos del viaje que haríamos juntos.
Yo fui el que
saqué el tema.
Ella me pareció
que no lo recordaba.
Pero estuvo
media fría haciendo comentarios vulgares y completamente falsos al mostrar
alegrías.
No era la putilla
de ayer en la noche.
Está era más
basta, menos ingenua, más pilla, más puta.
Le pregunté
adonde quería que la dejara.
–En mi casa pues, dónde si no
–me respondió.
–¿Dónde está?
–Tú sigue, yo te
aviso. Sigue derecho.
Era como si me
despreciara; tal vez tuviera razón, no es muy respetable el hombre que alquila
una hembra.
–Aún no me has
pagado
–¿Cuánto
quieres?
–Lo que
acordamos más una buena propina.
–Te daré
cincuenta soles.
–No, dólares.
No quise
discutir; siempre es así, a la hora de pagar todo el mundo discute el precio; yo
siempre pago sin discutir.
–Ya me querías
dar menos. Si me descuido me robas.
–No, te juro que
no.
–Calla tú; búscame
cuando vengas de nuevo queriendo buenos polvos. Te cobraré menos. Como cliente
viejo. Anoche la pasaste genial conmigo, ¿no digas que no? Pero lo del viaje no
sé si mi tío me da permiso. Haré la prueba, aunque sólo haya sido un polvo.
Pero fue tu culpa, no podías más, seguro. Espérame frente a la catedral a la
una. Si no llegó es porque me lo han prohibido. Hay que obedecer a la familia.
Además tengo dos hijas y la conchuda de mi madre no quiere cuidarlas aunque le
doy su buena pasta. Una mierda todo esto. Y para qué, para terminar con el
cuello cortado por algún imbécil hijo de puta. Déjame aquí.
Paré y agradecí
que se bajara.
–¿Quieres un
chupete?
–No, así está
bien.
–Tú gusto, tú
mandas.
Me dio la
espalda y se fue caminando vestida de puta y contoneándose como puta.
Era un
mamarracho.
La fregué…, como
siempre, la fregué.
Son atroces los
despertares.
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