UNA NOCHE EN COPENHAGUE
Ya lo dije, hay cosas que no se deben hacer y si se hacen mejor es callarse.
Por lo general son problemas con uno
mismo y para uno mismo, sin intervención de terceros o desaprensivos oyentes.
Pero siempre surge una excepción acompañada
de un cobarde “es la que confirma la regla”.
Yo, esto, me lo contaré a mí mismo, pero
si lo estoy escribiendo es por el prurito de ser leído por alguien, en especial
por ti, me imagino.
Durante mi cuarto matrimonio, mi señora
esposa se empeñó en realizar un viaje hacia el norte de Europa, Copenhague, por
el solo deseo de conocer y, como podría agregar vulgarmente, por el simple afán
de mover el culo.
Como Jantipa había estado jode que te
jode con esa terrible insistencia que utiliza cuando quiere partirme los
huevos, cedí, la metí en el coche y salimos disparados hacia el norte de
Europa.
Ella tenía pensado hacer el viaje con
calma, deteniéndose en las ciudades por donde pasáramos, visitando museos,
iglesias, estatuas, plazas, comiendo en los mejores restaurantes y alojándose
en hoteles de diez estrellas por lo menos.
Yo, al rojo vivo de rabia, la convencí para
viajar de golpe y porrazo hasta donde llegáramos del norte de Europa, y luego
bajar con calma y sin atropellamientos mientras el turismo normal se desplaza
en dirección contraria a la nuestra.
Se lo creyó.
Así pues, con su venia, apreté a fondo
el acelerador y llegamos a Copenhague a las ocho de la mañana, y nada de dormir
un rato y luego seguir hasta Oslo o Estocolmo como punto final del viaje.
Nada, nones, no, no, no.
Yo estaba de pastillas hasta el
mismísimo tope.
Paré frente a un hotel de tres estrellas
–que se joda–, pedí una habitación doble de una sola cama –que se joda–, subí,
me tomé un triunvirato de pastillas para dormir, me recosté, y así, vestido y
con zapatos, dormí hasta las diez de la noche del mismo día; sí, catorce horas
seguidas sin despertarme, sin ver a Jantipa, sin escuchar su voz.
El paraíso dinamarqués: que se joda.
Como es de suponer, apenas me desperté continué
haciéndome el dormido para estudiar con calma la situación y calcular el
poderío de la energía que aún guardaba Jantipa.
Estaba muerta.
Mientras yo soñaba, ella se dedicó a
conocer Copenhague: –¡una maravilla, una verdadera maravilla!
Ahora estaba en pijama, sentada frente a
la tele, viendo una película en japonés o lo que fuera el idioma que empleaban
los personajes.
Tenía un cigarrillo en la mano derecha y
con la izquierda se sujetaba un seno.
No creo que pretendiera excitarse o
masturbarse, pues su problema radicaba en como echarse a dormir sin que yo le
saltara encima.
Eso y solo eso era lo que la obligaba a
planificar la estrategia a emplear apenas yo me despertara.
Cuando le vi dar un par de cabezazos,
hice bruuuuuuuuuuuuu, abrí los ojos, estiré los brazos, y con la palma de la
mano derecha di golpecitos en la cama como si estuviera invitando a Jantipa a
echarse a mi lado.
Ella enfocó la mirada en el televisor.
Apenas me levanté, me desvestí y quedé
en calzoncillo, Jantipa, sin mirarme, dijo tener mucho sueño, que estaba
molida, que ya había almorzado y cenado unos ligeros tentempiés, que se sentía
incapaz de mover una pierna (no era una disculpa sexual, pues de moverse no se
movía nunca).
¿Qué que pasó? Bueno, pues aproveché
para decirle que yo estaba en plena forma, que si quería echarse tres polvos
seguidos estaba a sus órdenes –se le fue el color de la cara–, y que si no
quería, yo mejor bajaba al restaurante del hotel a comer algo –“yo ya me echo a
dormir, no me despiertes cuando llegues”– y dar un paseo al azar por el centro
de Copenhague.
Ella feliz: yo me iba y Jantipa se
quedaba sola y con la libertad de meterse en la cama en paz y con ella misma.
No habrían machucadas esta noche, por lo
menos.
Siempre es alto el pago de los caprichos.
Salí del hotel, subí a un taxi: el
chofer era argentino.
Me preguntó en castellano: ¿latino?
Resuelto el problema.
-Quiero ver la sirenita, comer algo
típico y entretenerme durante unas horas.
Me llevó a ver La Sirenita (ahhh), se
detuvo donde un salchichero en una esquina (uan
cocacola and tu salchichas con tis salsa: ¿mostaza, mostaza? Excelentes,
deliciosas. Repetí: llevaba no sé cuántas horas sin comer).
-Ahora llévame a ver a las putas en
vitrinas.
-No, eso es en Ámsterdam, no aquí.
-Entonces ¿qué hago?
-Jugar en un casino, pescar una buena
puta para una noche completa o sentarse en un bar a esperar que pasen las
horas.
-Un bar, elegí.
Me llevó al Tongolele, un lugar hispano
donde me entenderían cuanto deseara pedir y en el que también habría televisión
en castellano.
Contrariamente a lo que esperaba, era un
lugar sobrio, hasta diría que elegante.
No había muchos parroquianos, la mayoría
vikingos y unas tres parejas con pinta de sudakas adinerados.
Busqué la mesa más alejada de la puerta,
me senté, pedí la carta, miré, ordené una fresas con nata en porción doble, o
dos copas si era más fácil, una Cocacola refresca mejor e, ido el mozo, saqué
mi libro de turno que en este momento no recuerdo cuál era y que además no
tiene importancia en este momento de la historia.
Desde mi lugar se veía la tele y una
película de Pedro Infante, con el tono bajo.
Me puse a leer.
Como a la media hora noté a mi lado una
presencia femenina, que me preguntó si deseaba algo más.
Sin levantar la vista, contesté que no.
Aún me quedaba como un tercio del vaso
de CocaCola (¿medio lleno o medio vacío?).
La camarera no se movió de donde estaba.
Levanté la vista, sin mirarla, es
verdad, y dije un seco gracias.
Tampoco se movió.
Traté de continuar leyendo, pero me resultó
imposible.
-¿Nada más, don Fernando?
Y ahora sí levanté la vista y fijé mis
ojos en ella.
¿Quién podía saber mi nombre en
Dinamarca?
Algo huele feo, me dije.
–¿Usted me conoce? –pregunté, supongo
que con gesto serio.
Era una señora entrada en años, no en
carnes, pues más bien era delgada y debía de andar por la cuarentena.
Su cara me resultó remotamente familiar,
pero me fue imposible recordar quien era.
Estaba bien vestida, con un conjunto de
marca, y sonreía.
–Sí, don Fernando –contestó con una de
esas voces parecidas a la de Lauren Bacall.
–¿Y de dónde, si no es indiscreción?
¿Dónde había visto a esta mujer, por qué
me resultaba familiar su rostro, quién era?
–Siempre son las mujeres las que
recuerdan y los hombres quienes olvidan, y disculpe por el lugar común y la
tontera de la frase.
–La recuerdo, pero no sé de dónde ni de
cuándo.
–Yo sí lo recuerdo a usted perfectamente,
don Fernando. Trabajaba en su empresa, era meritoria en la secretaría general.
Nos veíamos todos los días, ocho o nueve horas continuas. ¿Recuerda?
No, no recordaba nada.
Sonreí.
¿Cómo se le puede decir a una mujer que
no se la recuerda ni se sabe quién es?
Y de pronto me vino a la cabeza un
nombre y la figura de una chica que trabajaba conmigo.
Era una niña en esos tiempos; los años
habían pasado y su cara ya no era fresca y graciosa como en su juventud; ahora
era una cara de personalidad dura, emprendedora y clara en sus gestos y en sus
palabras.
Yo también había cambiado: estaba más
gordo, con el cabello escaso, usaba lentes; mi cara también se había llenado de
arrugas, finas y discretas, pero arrugas al fin y al cabo.
–¿Elena? –pregunté.
–Elena Hinojosa, para servirle, don
Fernando.
–¿Trabajas aquí?
–Bueno, sí; de alguna manera, sí. El
negocio es mío. Soy la dueña de este lugar.
–¿El bar es tuyo?
–Completamente, don Fernando –respondió
sonriendo y con cierto orgullo en la mirada.
–Pues te felicito, es un lugar muy
agradable y muy bien puesto.
–Gracias, don Fernando.
–¿Y por qué don Fernando?
–Siempre se le ha llamado así.
–Bueno, en los tiempos en que trabajabas
en la empresa de mi familia…
–No… yo te llamaba Fernando, era la
única del personal que lo hacía.
–Cuando estábamos a solas...
–Sí, es verdad… a solas.
Aquí tal vez deba hacer un inciso, un
paréntesis, una digresión: Elena trabajaba en las oficinas de la empresa de mi
familia. Yo era el director general, pero no el dueño absoluto. Ella era una de
esas muchachas enviadas por las academias o las agencias de servicios para que
hicieran prácticas. Trabajan de día en oficinas y por las tardes asisten a
clases que se podrían llamar teóricas. Son chicas de dieciséis a dieciocho
años. Algunas veces se quedan indefinidamente, pero lo común es que se retiren
a los pocos meses, tres o cuatro, por lo general. Elena era una de ellas. No
recuerdo qué edad tendría, pero era una muchacha muy hermosa, además de muy
lista. Digamos que en ese tiempo tendría unos diecisiete años, a vísperas de
cumplir los dieciocho. No sé, esto lo estoy inventando para que no se piense
que tenía dieciséis años y que abuse de ella. Yo andaría por los treinta, algo
así. Me había divorciado hacía unos meses y andaba coqueteando por el mundo. No
sé qué paso, ni por qué motivo, pero de pronto nos estábamos besando dentro de
mi automóvil. Solo besándonos, nada más. Un buen rato. Todo muy dulce,
voluptuosamente dulce. ¿Qué hacia ella ahí? Y si ahora yo voy a cumplir sesenta
años dentro de pocas semanas, ella sobrepasará los cuarenta. Algo así.
–Hacía muchísimo tiempo que no te veía,
que no sabía nada de ti.
–Treinta años, cuatro meses, veintiocho
días, seis horas…
–¡¡¡Cómo!!!
–Nada, era una broma. Hará unos treinta
años o muy poco menos. Yo ahora tengo cuarenta y seis años, y usted, don
Fernando, debe andar ya por los sesenta.
–¡Ni me lo recuerdes! ¡Cómo pasa el
tiempo! ¿Y por qué broma del destino te vengo a encontrar en un sitio tan
inesperado, en Copenhague ni más ni menos, y además en una cafetería a la que
entré casualmente?
–Usted decía que el destino lo decide
todo.
–Pero no con tantas rarezas ni tantas lejanías.
Es muy raro.
–El destino.
–¿Por qué te fuiste de la oficina?
–Porque se cumplió el tiempo.
–¿El tiempo? ¿El tiempo de quién?
–Mí tiempo, el de mis prácticas de
secretariado.
–¿Y después qué hiciste?
–Ah, muchísimas cosas. Son demasiados
años para contarlos en tan poco tiempo.
–¿Te has casado, tienes hijos?
–Sí, me casé, pero por poco tiempo. Mi
esposo murió a los tres meses. Un accidente. Nada de hijos. No volví a pensar
en casarme. No tenía suerte en mis amores. Un desastre.
–Un matrimonio no prueba nada.
–Dos.
–¿Te volviste a casar…?
–Sí, antes, contigo.
–¿Cómo? Nosotros no nos casamos, al
menos por lo que recuerdo.
–No, tu eras un señorito y yo una
meritoria de secretariado. No me fue como en las novelas de Corín Tellado.
–Quizá debas dar gracias a Dios por eso.
–No tengo nada que agradecer a nadie. No
he tenido una vida amable. En general la he pasado mal, muy sola, sola con mis
recuerdos.
–Pero eras, y sigues siendo, una mujer
muy guapa, muy simpática, muy deseada. En la oficina hablaban de ti, te
miraban, te envidiaban, y en tu cohorte de pretendientes no todos eran
desdeñables.
–No. Pero yo era una niña. Tú fuiste el
primero que me besó, que me acarició…
–Y quien te desvirgó… –concluí
toscamente.
–¡Qué palabra tan fea!
–Y esa fue tu desgracia…
–No, nunca lo he pensado así. Fue algo
distinto. ¿Recuerdas cuando me hablabas de tu teoría de las puntadas de sastre?
¿Cómo era?
–No lo recuerdo –respondí avergonzado.
–Nunca haré el amor con una muchacha
virgen que sea de un nivel social inferior al mío. Esa es su única riqueza, la
dote que entregará al marido. ¿Recuerdas?
–Sí, algo.
–Esa era la garantía absoluta que me
dabas para besarme, acariciarme, subirte sobre mí y frotarte sobre mi sexo
hasta eyacular. ¿Recuerdas? Tus puntadas de sastre.
–Sí, era algo en lo que creía. Proteger
a las vírgenes, no quitar nada importante a nadie.
–Fui la excepción.
–La excepción que confirma la regla. Te
deseaba intensamente. En cualquier sitio buscaba compulsivamente su-birme en
ti. En el baño privado de la oficina, en el suelo, sobre alfombras, sillones,
mesas; también en mi casa cuando me quedaba solo. ¿Recuerdas?
–Lo recuerdo. Me daba placer sentir cómo
te excitabas y cómo eyaculabas sobre mí. Era un calorcito seductor. Y lo hacías
besándome, nunca dejabas de besarme…
–Y un día ya no pude aguantarme. Tenía
que poseerte de verdad, entrar en ti, romperte, amarte con toda intensidad, con
furia, con rabia.
–Lo recuerdo. No fue un engaño, pero
tampoco me dijiste la verdad. Me desnudaste lentamente, primero la blusa, la
parte de arriba, besaste mis senos, casi mordías mis pezones, después seguiste
con la parte baja, acariciando mis muslos, mi vientre. Llevaste tu mano hasta
mi sexo y me acariciaste un buen rato el clítoris y en torno a él. Lo recuerdo
todo, segundo a segundo, paso a paso.
–Yo también.
–No, no lo recuerdas. No hay ninguna
razón para que tú lo recuerdes. Yo sí. Sé lo que hice. Moví la cintura y levanté
el culo para que pudieras desnudarme totalmente, ¿recuerdas? Me decías al oído
que no tuviera miedo, que era preciosa, la mujer más deliciosa que habías
encontrado en tu vida, que me amabas, cosas así. Después me preguntaste si
quería que entraras en mí.
–Sí, lo recuerdo.
–No, tú no lo recuerdas.
–Te juro que sí.
–Te contesté que bueno, que entraras,
que me hicieras tuya completamente, que te amaba, que quería darte todo lo que
tenía y tuviera… ¿Qué otra cosa podría haberte contestado en el estado en que
nos encontrábamos los dos? Y entraste de golpe, poderoso, fuerte, sin importarte
el dolor que me causaras. Y luego te quedaste inmóvil, quieto, besándome las
orejas, los ojos, los labios… ¿Recuerdas?
Respondí con un sonido gutural…
–Y luego golpeaste y golpeaste cada vez
más fuerte hasta que te vaciaste del todo. Después te quedaste un rato, muy
breve, dentro de mí, y saliste despacio, con cuidado; yo hubiera dado la vida
porque te quedaras para siempre dentro de mí. Estaba llena de semen, y tú
tenías la pelvis manchada con sangre. Y también el pene. Me asusté. Me dio
miedo de que me hubieras desgarrado por dentro o que te hubieras herido… Sangre
mucho.
–Si, lo recuerdo.
–No, tú no lo recuerdas. No recuerdas
nada y por eso quiero contártelo con detalles, para que veas y sepas que he
vivido con ese recuerdo imborrable en mi alma. Y después ya seguimos siempre
así, buscando momentos de estar solos en la oficina o para escaparnos a un
hotel. Me dijiste que querías alquilar un departamento para mí, para encontrarnos,
y yo te pregunté si estabas loco. Decías que aunque solo fuera para vernos,
para estar juntos, por un par de horas, tranquilos, sin prisas. Era una locura
completa.
–Sí.
–Estuvimos juntos como unos dos meses.
Nos encontrábamos, me desnudabas o me pedías que yo misma lo hiciera, y
hacíamos el amor. Cada vez con menos preámbulos. Más rápido, a las carreras.
Cuando en la oficina teníamos poco tiempo, solo te abrías la bragueta, me
subías la falda y entrabas en mí rápidamente. Me pediste estar en la oficina
sin calzones. ¿Recuerdas? Así te resultagba más fácil poseerme, más rápido; me
tenías siempre a tu disposición, debía estar lista cuando me dijeras que fuera
corriendo a ti.
–Todo eso lo recuerdo.
–No, tú no recuerdas nada. Hacías que me
acomodara en la silla más alejada de tu escritorio, y mientras le dictabas a
Felipa, yo tenía que tener la falda levantada y las piernas abiertas para que
tú me miraras. También me sodomizaste y me enseñaste a chupar hasta que
eyacularas. ¿Recuerdas? Para mí todo era nuevo, sorprendente. La verdad es que
no sabía nada de nada. Lo que me dijeras eran órdenes para mí. En todo te di
gusto. Nunca me negué o rechacé algo de lo que me pediste o me ordenaste,
porque además no tenía ni la menor idea de lo que era. Y lo hacía con gusto,
con mucho gusto; te di todo lo que me pediste para darte placer.
–¿Y?
–Nada, un día te fuiste, sin avisar y
sin despedirte. En la oficina, Felipa me dijo que habías viajado a los Estados
Unidos. ¿Cuánto tiempo, cuánto? No sabía. Pero en tu sitio, en tu mesa, había
otra persona, un primo tuyo, dijeron. Esperé una postal, una carta aunque solo
fuera con dos palabras. Nada. Y un día me dijeron en la academia que se habían
terminado mis prácticas en tu empresa y que me esperaban desde el día siguiente
en otra compañía. Así rotábamos durante los dos años de la academia. Y me fui.
Te habré llamado dos o tres veces, pero nunca estuviste, al menos nunca
estuviste para mí. Fingía la voz para que Felipa no me reconociera. Y me
resigné. Te había perdido. Como se dice, quedé como novia de pueblo, vestida y
alborotada.
–¿Me lo podrás perdonar algún día? –pregunté
fríamente–. Estoy lleno, lleno de vergüenza y arrepentimiento. Me has frotado
en la cara tu rencor y mi maldad. Tantos años esperando para decirme todo eso.
–Te equivocas. No te guardo el más
mínimo rencor. Es la vida, y yo me quedé con tu recuerdo y mis recuerdos. Si te
ha parecido rencoroso mi tono y los detalles de mis recuerdos, no olvides de
que estuve hablando de algo que silencié durante más de treinta años. Solo
podía contártelo a ti y solo contigo podía hablarlo. Para mí ha sido como dejar
una carga enorme en el borde del camino.
–Y esto ha sido en Copenhague, una
ciudad que no es tuya ni mía.
–Mía sí es. Aquí tengo mi vida y todas
las cosas que he ido juntando durante años. Aquí moriré y aquí seré incinerada.
Este encuentro indica algo que no entiendo aún. Debe tener algún significado
que en este momento se me escapa. Estoy segura.
–¿Me odias?
–No, ¿por qué, para qué? Mis amores con
usted, don Fernando, es lo más placentero y lo más doloroso que me ha dado la
vida. A medias, cada cosa a su tiempo. Lo doloroso es lo que vino después de
que te fueras. Sabía que jamás podríamos casarnos o vivir juntos, que solo
tenía una parte de ti, quizá la más insignificante, pero para mí era poseer algo
tuyo. Eso me bastaba. No me arrepiento de nada, solo de haberte perdido. Con el
tiempo me fui dando cuenta de muchas cosas, pero no servían para nada. Ya habías
desaparecido.
Después de un silencio, dije:
–Debo regresar al hotel.
–¿Viajas acompañado?
–Sí, de mi esposa, la cuarta. Es el
demonio en bicicleta.
–¿Hijos?
–Tres pero no los veo. Nunca quisieron
saber nada de mí. Y ahora yo tampoco de ellos. Los educaron sin padre y morirán
sin padre. Así está escrito.
–Es triste.
–Sí, pero también es la vida. Nunca supe
elegir. Siempre me he equivocado en mis matrimonios. Eran demonios disfrazados
de ángeles.
No sé qué dijo. porque de pronto la
cabeza se me pobló de mujeres, de las caras de las muchachas con las que daba
mis puntadas de sastre. No recordaba sus nombres, pero sí cómo jugábamos. Las
veía dos o tres veces y desaparecían de mi vida. Nunca más las volvía a ver. Me
llené de imágenes de Elena. Sí, ahora recordaba todo. Fue la excepción. Estuvimos
juntos como cuatro meses antes de aburrirme de ella. No sé si me enamoré o solo
estuve enchuchado. Pero es verdad, duró mucho, mucho tiempo. Nunca más lo había recordado.
Me levanté e hice el ademán de sacar mi
cartera.
Ella dijo: “no, no, invita la casa”.
La besé en las mejillas.
La abracé fuerte, como diciéndole adiós.
Me fui.
Me alcanzó y me dio el libro que estaba
leyendo.
Alamedas
oscuras,
de Bunin, de Iván Bunin.
-Léelo -le dije devolviéndoselo- te
gustará.
Sonrió.
Di media vuelta y caminé hacia la
salida.
No le hice ningún adiós con la mano ni
volteé la cara.
Simplemente me fui.
Subí a un taxi y le di la dirección del
hotel.
Regresaba al mundo de todos los días, a
Jantipa, a mi espantoso sargento, donde me seguirían jodiendo la vida.
Nunca más la volví a ver; tampoco
regresé alguna vez a Copenhague.
Sí, sí, fue una perversa jugarreta del
destino el encontrarla de nuevo.
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