A LA SALIDA DEL
COLEGIO
“Cuando tenía 8 o 9 años –comenzó a contarnos–, un
señor se paraba cada tarde en la esquina derecha del colegio de los Hermanos
maristas, donde yo estudiaba.
Era blanco con exageración, gordo en demasía, alto,
y tan viejo como le parecen todos los señores a los niños.
Vestía una bata o abrigo azul oscuro, y un sombrero
de explorador inglés.
Poco antes del momento de la salida, el profesor de
educación física, don Lorenzo, iba a hablar con él, y mientras tanto nosotros, uno
a uno, nos dirigíamos hacia donde nos esperaba algún familiar o sirviente, o en
fila india nos encaminábamos hacia al autobús de reparto a casa.
A mí me recogía Severino, el mayordomo de la casa de
mi abuelo, donde vivía mientras mis padres asistían a un congreso de
economistas en Viena.
En verdad, el colegio se encontraba sólo a dos
cuadras de la casa del abuelo y yo podría haber ido caminando solo sin
necesidad de mandar al mayordomo a buscarme como si fuera un niñito de kínder.
Pues bien, un día Severino no estuvo esperándome o,
simplemente, no nos vimos.
Miré para todos lados y entre los padres de familia distinguí
a la tía Eduviges esperando la salida de Genaro, su hijo, y sin pensarlo dos
veces, crucé la reja, besé a mi tía y seguí de largo sin despertar la menor
sospecha entre los hermanos maristas.
Justo al doblar la esquina, una señora mayor me
llamó por señas desde el interior de su coche.
Mientras ella abría la puerta y hacia el movimiento
de bajarse, fui acercándome y, al tenerme al frente, se levantó la falda y me
enseñó una araña inmensa, llena de sangre, clavada entre sus muslos.
Debía hacerle mucho daño, pues la pobre mujer resoplaba
y hacía ruidos bastante extraños, semejantes a pedir auxilio al estar
ahogándose en el mar o en una piscina.
¿Ayudarla?
Ni locos; partí la carrera como si me persiguiera el
diablo.
Al entrar a casa llamé a gritos a Severino con la
idea de mandarlo en ayuda de la señora, pero me agarró mi abuelo de un brazo,
me dio una regañada por venir solo del colegio, y me mandó a mi cuarto
castigado hasta la hora de la cena.
Después ya no quise contar nada –concluyó.”
–¿Esta historia es real o es sólo una fantasía tuya?
–le preguntó Mario, que estaba a su lado.
Él, sin alterarse, respondió de inmediato que muchísimos
años más tarde, cuando era ya un hombre hecho y derecho, conoció a esa mujer en
un coctel, al que asistió por acompañar a una amiga.
–Cuenta, cuenta –coreamos todos.
Durante el coctel, mi amiga –dijo, acomodándose en
el sillón– se iba acercando a grupos de personas, saludaba y me presentaba a
los que no me conocían; ellos y nosotros cambiamos algunas frases sin mayor
importancia y, disculpándonos, seguíamos nuestro camino.
Fue casi como dar una vuelta olímpica.
Era ese tipo de reunión-coctel en que se supone que
los accionistas de una empresa reciben información sobre lo bien que va la
sociedad y se les invita a comprar más acciones en la Bolsa para que la empresa
continúe siendo un negocio de buenos amigos.
Bueno, mientras seguíamos saludando, llegamos a un
grupo donde se encontraba una mujer ya mayor, sufriendo al menos la
cincuentena, pero conservando aún con los rasgos de su impoluta belleza y una
gracia muy especial.
A ella era a la única que no conocía del grupo, por
lo que mi amiga debió dar el nombre de la señora y el mío al presentarnos.
Como es costumbre, nos dimos la mano con una sonrisa;
eso fue todo: mi amiga y yo seguimos avanzando por el salón.
Unos pasos más allá, en voz baja, mi amiga me dijo,
como poniéndome al día de los chismes sociales, que esa mujer era tremenda y
que gozaba de una muy amplia y difundida reputación de lesbiana, exhibicionista
y sádica.
-¿Es que no lo sabias?, me preguntó.
Le respondí que no, pero la verdad es que no había
prestado atención al nombre y apellido de tan singular dama.
Mientras mi amiga conversaba en un grupo, contando
las peripecias de su marido en su viaje de negocios por China, yo me aparte y,
disimuladamente, me acerqué al buffet para pedir un whisky.
Mientras esperaba, descubrí que a dos pasos de donde
yo estaba parado, se encontraba, quizá en igual espera, la tan extraña e
interesante señora de la que hablo mi amiga.
Para romper el hielo después del saludo, mentí diciendo que me parecía conocerla de
algo pero que no podía precisar dónde y cuándo.
Ella, sin dudar ni pudor alguno, me contestó:
-Sí, nos conocímos cuando tendrías como unos diez
años, y te escapaste a escondidas del Colegio Champagnat. Tu nombre me lo dijo
el hermano marista que venía tras de ti. Me preguntó si te había visto pasar
por ahí. lo cual, por supuesto, negué.
Nos dieron nuestros respectivos vasos con el licor
pedido, y ella, con una sonrisa pícara, agregó:
-Me ha hecho mucha gracia ser presentados tanto tiempo
después de ese eventual y efímero encuentro, y estar ahora en plena
rememoración de algo tan singular y lejano.
Asombrado, como es natural, le pregunté cómo era posible
que aún recordara mi nombre, y ella, con una sonrisa de oreja a oreja, y una
mirada tiernísima, me explicó lo excepcional que resulta saber el nombre de quien
has asustado, y que esa era la razón porque la que nunca había olvidado mi
nombre.
Ni bien dimos el primer sorbo al licor de nuestros vasos,
se presentó mi amiga y, disculpándose, me llevó del brazo a otro de sus grupos
amigos.
De ella me despedí dándole un beso en la mejilla y supongo
que con una sonrisa amistosa.
Después de ese encuentro, nos habremos visto cinco o
seis veces más en reuniones similares; y siempre me acerqué a saludarla,
dándole un beso en la mejilla y exhibiendo una visible sonrisa de familiaridad.
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