sábado, 11 de mayo de 2013


MIS AMORES CON LA TURISTA NORUEGA
 

Como casi ya era una costumbre, entre al Estambul y me senté en la esquina de siempre.

No sé qué hora de la mañana sería, tal vez las tres, no la dos ni las cuatro, seguro.

Mi tía Prudencia decía que todos llevamos dentro un reloj biológico, más eficiente que un Rolex o que el viejo Omega que aún se acunaba en mi muñeca izquierda.

Pedí una cerveza de barril, muy helada, a pesar de estar en el invierno del trópico (una de las extravagancias del Estambul), encendí un cigarrillo inglés –mejor un puro– y comencé a estudiar el territorio ocupado mientras iban acercándose las luciérnagas a pedirme un cigarrillo, fuego o a preguntarme si quería compañía.

Ya todos nos conocíamos y era una ceremonia estúpida.

Era el desfile de cada noche y la única variante fue una palomita de menos de 18 años cumplidos; lamenté débilmente estar en esos instantes en otra onda de mi vida.

En la zona oscura, a mi izquierda, se hallaba el mundo de las tinieblas alcohólicas.

Como ahora hasta los boleros se bailan separados y, si se antoja, individualmente, sin pareja, no pude distinguir a la primera mirada qué pellejitos danzaban sueltos.

Me concentré en mi cerveza y en mis viejos problemas: dos hijos menores, cinco mayores, dos esposas, tres compañeras, la vulgar ausencia de dineros, el desempleo, el paro, la seguridad social y mi astenia galopante.

Entre trago y trago, me acabé la cerveza y le pedí a Granitos un whisky, un gin y un Cubalibre.

Era la combinación bebestible de cada madrugada: la bandera del alma mía (¡qué huachafería!, pero déjala).

En eso estaba cuando vino a mi mesa, contoneándose como siempre, la putaza de Margarita:

–Hola, lindo. ¿me invitas un trago, plis?

También era la ceremonia acostumbrada:

–Bébetelo en la barra, belleza –y levanté la mano para avisarle al Paracaidista que lo agregara a mi cuenta.

Antes de dar media vuelta y volver al palo de su gallinero, me dijo:

–Una niña divina, joven y ebria, baila sola y muy triste. Desde hace una hora la cholería la ronda, y antes que caiga en la mierda, procura salvarla… Es marciana. Allá, en las tinieblas –y señaló con el índice la oscuridad.

Yo seguí la dirección de su dedo pero no vi nada.

Me tomé mis tragos e iba a poner el dinero en la mesa, cuando se oyó el clásico sonido de una mano contra cachete: el Púas salió a la luz enumerando a voz en cuello todos los sinónimos de puta.

Hubo una risa general, y él pataleó como bailarín gitano.

Se acercó a mi mesa la aviadora:

–Salva a esa chica, gran huevas.

No era una invitación cordial y sí bastante agresiva.

–Largo, largo, largo –fue lo único que se me ocurrió decirle. Nunca nos habíamos llevado bien y la tregua de hablarme no era una banderita blanca.

El Paracaidista y Granitos, afanosos, me señalaron con el índice las tinieblas.

Tuve curiosidad pero no me levanté de mi silla: sólo hice signos de sí, no, quizá, quizás, con la cabeza.

Entonces, para mi asombro, el Patriarca se levantó lentamente y se metió en las tinieblas.

Al rato salió con una linda chica de unos quince años.

La sentó frente a mí y regresó a su lugar como si recién estuviera entrando al Estambul.

La niña lo miró con odio y a mí me cubrió de asco.

Se movió como si no supiera si salir por la izquierda o por la derecha de la silla, pero optó por inclinarse y vomitar hasta la primera papilla.

El Granitos se acercó, examinó con ojos expertos la catástrofe, murmuró puta de mierda, y se fue al baño y regresó con un balde, un trapeador y una especie de lampa.

Ya era experto en esos naufragios, pero no dejaban de fregarle.

Limpió, trapeó y antes de irse, murmuró:

–Llévate a esta puta de mierda.

Nunca se me ocurrió pensar qué es lo que podrían imaginarse de mí los estambulos: cura, sepulturero, verdugo, ladrón de poca monta, hermanita de la caridad, cantante de mambos o corredor de coches.

¿Caficho? No, eso no.

Se me acercó el Paracaidista:

–Por favor, llévatela. La casa borra la cuenta tuya y la de la pájara; cualquier gasto adicional que tengas, me dices. Pero llévatela, por favor, llévatela.

–¿A, dónde, Paracaidista?

–Fuera de aquí, fuera de aquí, es lo único que te pido –y regresó a su puesto tras la barra.

No supe reaccionar, no supe qué hacer; siempre que se presentaban situaciones parecidas, en las cuales la decisión era mía, me bloqueaba y temblaba de rabia o tal vez de miedo.

¿Qué cuernos tenía que hacer yo con esa mocosa?

No era director de una escuela de párvulos ni de un centro de acogida; a todas luces la chica parecía norteamericana, pero también podría haber sido alemana por lo duro de las frases que murmuraba.

El Paracaidista y el Granitos no dejaban de hacerme señas para que me vaya.

Bueno, pues eso hice.

Me fui del Estambul llevándome a la chica recostada contra mí y apretándola por la cintura que no se doblara: lo único que tenía a su favor era poder mover las piernas en pasitos muy cortos.

–Lo llevó a algún sitio, don Pio.

–Sí, a mi casa. Ya la sabes; la esquina de Balta con Palomitas.

–Eso está a dos cuadras.

–¿Andarías con una ebria así aunque fuera una sola cuadra?

–¿No me vomitará adentro?

–Ya sacó todo lo que tenía; está limpia.

Pepino me ayudó a subirla al taxi y me llevó a diez por hora hasta la esquina donde vivía.

Antes de bajar, la chiquilla vomitó bilis, poco, pero vomitó.

–Don Pio, don Pio… ¡se lo dije!

–No es nada, sólo un charquito en el piso, eso se recoge con un trapito.

–¿Y el olor, don Pio, y el olor?

–A rosas, mi buen Pepino, a rosas –y comencé a alejarme del taxi.

–¿No me paga la carrera, don Pio?

–Dos cuadras, Pepino, sólo doscientos metros… eso no vale nada, es cosa de amigos.

–Don Pio, no abuse de mí.

–Cóbraselo al Paracaidista y dile los kilómetros que quieras; dile también que es de parte mía.

–¿Seguro?

Pero ya no le contesté y comencé la procesión con mi gringuita hasta mi casa.

La recosté en la cama de la habitación que ocupaba mi sobrina, bueno, mi compañera en amores, cuando cometí la imprudencia de aceptar que viviera conmigo.

La acomodé con cuidado: parecía de quince años, no más.

¿Qué hacia una chica así, ebria y drogada, en un sitio tan perdulario como el Estambul?

¿Quién la llevó, quién la dejó, por qué la embriagaron y por qué la drogaron?

¿Y por qué tuve que llevármela yo?

El vestido no sólo estaba arrugado sino también con manchas que olían a licor desde dos cuadras de distancia.

La desnudé toda: ¡joder, qué chica!

¡Preciosa!

No llevaba sujetador, pero si una bolsa de las llamadas canguro: también se la quité y la puse sobre la mesa de noche: pesaba.

Bien: debía medir un metro setenta y dos por lo menos; cabello largo, rubio; delgada, no flaca; senos duros aunque no grandes; pezones pequeños, pero bien delineados; preciosas piernas, un ombligo maravilloso, sin cayos, y, para concluir, una hermosa y bien poblada montaña de Venus, rubios.

Las manos largas, finas, sin anillos en los dedos, y un reloj de oro, elegante y exclusivo, que dejé junto al canguro.

¿La cara?

La cara, la faz, el rostro, era bello pero ya no importaba.

Como escribió el poeta: en una mujer vestida la cara lo es todo, pero en una mujer desnuda, la cara no es nada.

Revise su canguro: más de dos mil dólares en billetes grandes (¡qué bruta!), su pasaporte noruego (¡¡noruego!!), su permiso de conducir, ocho tarjetas de visita, incluyendo la del embajador de su patria, dos cartas domiciliadas al consulado, un pasaje de avión (supongo que de regreso) y unas quince fotografías de chicas y chicos, con ausencia suya.

Se llamaba NN (por la intriga oculto el nombre) y tenía más de veinte años cumplidos: ya era imposible el abuso de menores, pedofilia, perversiones sexuales, extorsión, robo con escala, rapto, cleptomanía, estafa o mangoneo abusivo.

Decidí besarla, besuquearla, cubrirla de ósculos: imposible, apestaba a licor y a vómito.

Alternativa: una chupada, mamada, cunnilingus asiático.

Fracaso: era como tener la pinga encerrada en un gran hueco húmedo y baboso.

Tirármela, culearla, follarla, cacharla: era algo que caía por su propio peso.

No recuerdo dónde leí que un porcentaje pequeño pero significativo de camioneros de viajes largos, acudían a médicos para que les sacasen del culo botellas de Cocacola.

Seguramente aburridos, se metían el cuello de la botella por el ano, se creaba un vacío y la botella quedaba clavada e inamovible dentro de ellos.

Pero primero me la tiraría: no lo iba a sentir porque estaba grogui, en coma, desmayada, inconsciente, ida.    

Lleno de vamor barato entre como Pedro por su casa.

Si, duro, apretado, agarrado, pero sólo yo me movía y eso no me daba ningún placer: de todos modos, me cuide y salí antes de eyacular.

Nada de ADN míos en el coño de esta chica.

Después traje una botella de vino, unté el cuello con vaselina y se la metí por el culo.

Se oyeron unos gruñidos pero nada más: quizá le dolió la entrada, pero era un experimento bastante estúpido.

La botella salía y entraba con facilidad (la bella ya no gru– ñía).

Moví la botella de derecha a izquierda y viceversa, pero seguía saliendo y entrando y la bella ya no gruñía: le gustraba o ya no sentía nada.

Me aburrí.

Es cierto que era un cuerpo real, verdadero, auténtico de mujer, de mujer joven, bonita para más datos, pero era exactamente igual a Doris, mi esposa hinchable, que dor– mía conmigo como si fuera mi osito de peluche guardado desde la infancia.

Vi, la hora, ya eran las cinco y cincuenta.

¿Qué hacía?

Tuve ganas de quemarle con un cigarrillo los pezones y convertir sus tetas en alfileteros; tenía otras maldades en mente, no recuerdo cuáles, pero las tenía.

Ya no era hora de hacer de El malvado del parque de los aviadores invictos.

Ya la volvería a encontrar, a ella o a su hermana pequeña.

La volví a vestir, le zampé un botellazo en la cabeza, bueno, tres botellazos, hasta que sangró.

Seguía respirando.

La cargué, no pesaba nada, en comparación a otras mujeres que también hube de cargar

Y la lleve hasta el Parque Aviadores invictos; ahí la dejé, tirada, con la falda ligeramente alzada, detrás de un árbol frondoso. 

Seguía respirando, por lo menos el corazón y el pulso continuaban  golpeando.

A las seis y media pasaba la basura para recoger todas las porquerías que dejaban las clases bajas que venían con esposa e hijos a pasar el sábado o el domingo imaginando que era una excursión campestre.

Hoy era jueves, pero igual estaba sucio y se recogía la basura.

Oculto en mi ventana, pude ver como la encontraron los basureros; al poco rato se hizo presente un patrullero y una ambulancia de la Cruz Roja, con su concierto de pitidos y se la llevaron en camilla.

Yo ya había cumplido mi misión; no podía ayudar más.

Los periódicos de la tarde informaron sobre una joven desconocida, tal vez norteamericana, encontrada desnuda (¡bien que la vestí yo!) en el parque de los aviadores invictos, que había sido vilmente abusada en repetidas ocasiones y robada; el semen hallado en diversas partes del cuerpo, lo analizaba el departamento forense para determinar en los próximos días el ADN del monstruo y sus secuaces.

Sin perder dos segundos, bajé corriendo a la habitación del primer piso, y en la mesa de noche resplandecía como una rata gigante, su bolsita denominada canguro, con todo su dinero, sus documentos de viaje, y su reloj pulsera al lado.

Al atardecer, como muchos otros días, antes de ir al periódico di una vuelta olímpica por el parque; esta vez, frente a la poza de los gansos y los patos, sin que nadie me viera, tiré el canguro de la hermosa y buena muchacha y esparcí sus documentos por el parque como mi último gesto de amor por las horas pasadas juntos.

No tiré el dinero ni el relojito de oro; me interesaba que la policía dedujera que había sido un robo con maldad y alevosía, contra una hermosa turista noruega.

Así fue todo.

Felizmente, debo decirlo, en lo que a mí concernía, no resultó un mal para nadie.

Creo que le presté una buena ayuda.

 

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