MIS AMORES CON LA TURISTA NORUEGA
Como casi ya era una costumbre, entre al Estambul y me senté
en la esquina de siempre.
No sé qué hora de la mañana sería, tal vez las tres, no la
dos ni las cuatro, seguro.
Mi tía Prudencia decía que todos llevamos dentro un reloj
biológico, más eficiente que un Rolex o que el viejo Omega que aún se acunaba
en mi muñeca izquierda.
Pedí una cerveza de barril, muy helada, a pesar de estar en
el invierno del trópico (una de las extravagancias del Estambul), encendí un
cigarrillo inglés –mejor un puro– y comencé a estudiar el territorio ocupado
mientras iban acercándose las luciérnagas a pedirme un cigarrillo, fuego o a
preguntarme si quería compañía.
Ya todos nos conocíamos y era una ceremonia estúpida.
Era el desfile de cada noche y la única variante fue una palomita
de menos de 18 años cumplidos; lamenté débilmente estar en esos instantes en
otra onda de mi vida.
En la zona oscura, a mi izquierda, se hallaba el mundo de
las tinieblas alcohólicas.
Como ahora hasta los boleros se bailan separados y, si se
antoja, individualmente, sin pareja, no pude distinguir a la primera mirada qué
pellejitos danzaban sueltos.
Me concentré en mi cerveza y en mis viejos problemas: dos
hijos menores, cinco mayores, dos esposas, tres compañeras, la vulgar ausencia
de dineros, el desempleo, el paro, la seguridad social y mi astenia galopante.
Entre trago y trago, me acabé la cerveza y le pedí a Granitos
un whisky, un gin y un Cubalibre.
Era la combinación bebestible de cada madrugada: la bandera
del alma mía (¡qué huachafería!, pero déjala).
En eso estaba cuando vino a mi mesa, contoneándose como
siempre, la putaza de Margarita:
–Hola, lindo. ¿me invitas un trago, plis?
También era la ceremonia acostumbrada:
–Bébetelo en la barra, belleza –y levanté la mano para avisarle
al Paracaidista que lo agregara a mi cuenta.
Antes de dar media vuelta y volver al palo de su gallinero,
me dijo:
–Una niña divina, joven y ebria, baila sola y muy triste.
Desde hace una hora la cholería la ronda, y antes que caiga en la mierda,
procura salvarla… Es marciana. Allá, en las tinieblas –y señaló con el índice
la oscuridad.
Yo seguí la dirección de su dedo pero no vi nada.
Me tomé mis tragos e iba a poner el dinero en la mesa,
cuando se oyó el clásico sonido de una mano contra cachete: el Púas salió a la
luz enumerando a voz en cuello todos los sinónimos de puta.
Hubo una risa general, y él pataleó como bailarín gitano.
Se acercó a mi mesa la aviadora:
–Salva a esa chica, gran huevas.
No era una invitación cordial y sí bastante agresiva.
–Largo, largo, largo –fue lo único que se me ocurrió decirle.
Nunca nos habíamos llevado bien y la tregua de hablarme no era una banderita
blanca.
El Paracaidista y Granitos, afanosos, me señalaron con el
índice las tinieblas.
Tuve curiosidad pero no me levanté de mi silla: sólo hice
signos de sí, no, quizá, quizás, con la cabeza.
Entonces, para mi asombro, el Patriarca se levantó lentamente
y se metió en las tinieblas.
Al rato salió con una linda chica de unos quince años.
La sentó frente a mí y regresó a su lugar como si recién estuviera
entrando al Estambul.
La niña lo miró con odio y a mí me cubrió de asco.
Se movió como si no supiera si salir por la izquierda o por
la derecha de la silla, pero optó por inclinarse y vomitar hasta la primera
papilla.
El Granitos se acercó, examinó con ojos expertos la catástrofe,
murmuró puta de mierda, y se fue al baño y regresó con un balde, un trapeador y
una especie de lampa.
Ya era experto en esos naufragios, pero no dejaban de fregarle.
Limpió, trapeó y antes de irse, murmuró:
–Llévate a esta puta de mierda.
Nunca se me ocurrió pensar qué es lo que podrían imaginarse
de mí los estambulos: cura, sepulturero, verdugo, ladrón de poca monta, hermanita
de la caridad, cantante de mambos o corredor de coches.
¿Caficho? No, eso no.
Se me acercó el Paracaidista:
–Por favor, llévatela. La casa borra la cuenta tuya y la de
la pájara; cualquier gasto adicional que tengas, me dices. Pero llévatela, por
favor, llévatela.
–¿A, dónde, Paracaidista?
–Fuera de aquí, fuera de aquí, es lo único que te pido –y
regresó a su puesto tras la barra.
No supe reaccionar, no supe qué hacer; siempre que se presentaban
situaciones parecidas, en las cuales la decisión era mía, me bloqueaba y
temblaba de rabia o tal vez de miedo.
¿Qué cuernos tenía que hacer yo con esa mocosa?
No era director de una escuela de párvulos ni de un centro
de acogida; a todas luces la chica parecía norteamericana, pero también podría
haber sido alemana por lo duro de las frases que murmuraba.
El Paracaidista y el Granitos no dejaban de hacerme señas para
que me vaya.
Bueno, pues eso hice.
Me fui del Estambul llevándome a la chica recostada contra
mí y apretándola por la cintura que no se doblara: lo único que tenía a su
favor era poder mover las piernas en pasitos muy cortos.
–Lo llevó a algún sitio, don Pio.
–Sí, a mi casa. Ya la sabes; la esquina de Balta con Palomitas.
–Eso está a dos cuadras.
–¿Andarías con una ebria así aunque fuera una sola cuadra?
–¿No me vomitará adentro?
–Ya sacó todo lo que tenía; está limpia.
Pepino me ayudó a subirla al taxi y me llevó a diez por hora
hasta la esquina donde vivía.
Antes de bajar, la chiquilla vomitó bilis, poco, pero vomitó.
–Don Pio, don Pio… ¡se lo dije!
–No es nada, sólo un charquito en el piso, eso se recoge con
un trapito.
–¿Y el olor, don Pio, y el olor?
–A rosas, mi buen Pepino, a rosas –y comencé a alejarme del
taxi.
–¿No me paga la carrera, don Pio?
–Dos cuadras, Pepino, sólo doscientos metros… eso no vale
nada, es cosa de amigos.
–Don Pio, no abuse de mí.
–Cóbraselo al Paracaidista y dile los kilómetros que quieras;
dile también que es de parte mía.
–¿Seguro?
Pero ya no le contesté y comencé la procesión con mi gringuita
hasta mi casa.
La recosté en la cama de la habitación que ocupaba mi sobrina,
bueno, mi compañera en amores, cuando cometí la imprudencia de aceptar que
viviera conmigo.
La acomodé con cuidado: parecía de quince años, no más.
¿Qué hacia una chica así, ebria y drogada, en un sitio tan
perdulario como el Estambul?
¿Quién la llevó, quién la dejó, por qué la embriagaron y por
qué la drogaron?
¿Y por qué tuve que llevármela yo?
El vestido no sólo estaba arrugado sino también con manchas
que olían a licor desde dos cuadras de distancia.
La desnudé toda: ¡joder, qué chica!
¡Preciosa!
No llevaba sujetador, pero si una bolsa de las llamadas canguro:
también se la quité y la puse sobre la mesa de noche: pesaba.
Bien: debía medir un metro setenta y dos por lo menos; cabello
largo, rubio; delgada, no flaca; senos duros aunque no grandes; pezones
pequeños, pero bien delineados; preciosas piernas, un ombligo maravilloso, sin
cayos, y, para concluir, una hermosa y bien poblada montaña de Venus, rubios.
Las manos largas, finas, sin anillos en los dedos, y un reloj
de oro, elegante y exclusivo, que dejé junto al canguro.
¿La cara?
La cara, la faz, el rostro, era bello pero ya no importaba.
Como escribió el poeta: en una mujer vestida la cara lo es
todo, pero en una mujer desnuda, la cara no es nada.
Revise su canguro: más de dos mil dólares en billetes grandes
(¡qué bruta!), su pasaporte noruego (¡¡noruego!!), su permiso de conducir, ocho
tarjetas de visita, incluyendo la del embajador de su patria, dos cartas
domiciliadas al consulado, un pasaje de avión (supongo que de regreso) y unas
quince fotografías de chicas y chicos, con ausencia suya.
Se llamaba NN (por la intriga oculto el nombre) y tenía más
de veinte años cumplidos: ya era imposible el abuso de menores, pedofilia,
perversiones sexuales, extorsión, robo con escala, rapto, cleptomanía, estafa o
mangoneo abusivo.
Decidí besarla, besuquearla, cubrirla de ósculos: imposible,
apestaba a licor y a vómito.
Alternativa: una chupada, mamada, cunnilingus asiático.
Fracaso: era como tener la pinga encerrada en un gran hueco
húmedo y baboso.
Tirármela, culearla, follarla, cacharla: era algo que caía por
su propio peso.
No recuerdo dónde leí que un porcentaje pequeño pero
significativo de camioneros de viajes largos, acudían a médicos para que les
sacasen del culo botellas de Cocacola.
Seguramente aburridos, se metían el cuello de la botella por
el ano, se creaba un vacío y la botella quedaba clavada e inamovible dentro de
ellos.
Pero primero me la tiraría: no lo iba a sentir porque estaba
grogui, en coma, desmayada, inconsciente, ida.
Lleno de vamor barato entre como Pedro por su casa.
Si, duro, apretado, agarrado, pero sólo yo me movía y eso no
me daba ningún placer: de todos modos, me cuide y salí antes de eyacular.
Nada de ADN míos en el coño de esta chica.
Después traje una botella de vino, unté el cuello con vaselina
y se la metí por el culo.
Se oyeron unos gruñidos pero nada más: quizá le dolió la
entrada, pero era un experimento bastante estúpido.
La botella salía y entraba con facilidad (la bella ya no gru–
ñía).
Moví la botella de derecha a izquierda y viceversa, pero seguía
saliendo y entrando y la bella ya no gruñía: le gustraba o ya no sentía nada.
Me aburrí.
Es cierto que era un cuerpo real, verdadero, auténtico de
mujer, de mujer joven, bonita para más datos, pero era exactamente igual a
Doris, mi esposa hinchable, que dor– mía conmigo como si fuera mi osito de
peluche guardado desde la infancia.
Vi, la hora, ya eran las cinco y cincuenta.
¿Qué hacía?
Tuve ganas de quemarle con un cigarrillo los pezones y
convertir sus tetas en alfileteros; tenía otras maldades en mente, no recuerdo
cuáles, pero las tenía.
Ya no era hora de hacer de El malvado del parque de los
aviadores invictos.
Ya la volvería a encontrar, a ella o a su hermana pequeña.
La volví a vestir, le zampé un botellazo en la cabeza,
bueno, tres botellazos, hasta que sangró.
Seguía respirando.
La cargué, no pesaba nada, en comparación a otras mujeres
que también hube de cargar
Y la lleve hasta el Parque Aviadores invictos; ahí la dejé,
tirada, con la falda ligeramente alzada, detrás de un árbol frondoso.
Seguía respirando, por lo menos el corazón y el pulso continuaban
golpeando.
A las seis y media pasaba la basura para recoger todas las
porquerías que dejaban las clases bajas que venían con esposa e hijos a pasar
el sábado o el domingo imaginando que era una excursión campestre.
Hoy era jueves, pero igual estaba sucio y se recogía la basura.
Oculto en mi ventana, pude ver como la encontraron los
basureros; al poco rato se hizo presente un patrullero y una ambulancia de la
Cruz Roja, con su concierto de pitidos y se la llevaron en camilla.
Yo ya había cumplido mi misión; no podía ayudar más.
Los periódicos de la tarde informaron sobre una joven desconocida,
tal vez norteamericana, encontrada desnuda (¡bien que la vestí yo!) en el
parque de los aviadores invictos, que había sido vilmente abusada en repetidas ocasiones
y robada; el semen hallado en diversas partes del cuerpo, lo analizaba el
departamento forense para determinar en los próximos días el ADN del monstruo y
sus secuaces.
Sin perder dos segundos, bajé corriendo a la habitación del
primer piso, y en la mesa de noche resplandecía como una rata gigante, su
bolsita denominada canguro, con todo su dinero, sus documentos de viaje, y su
reloj pulsera al lado.
Al atardecer, como muchos otros días, antes de ir al periódico
di una vuelta olímpica por el parque; esta vez, frente a la poza de los gansos
y los patos, sin que nadie me viera, tiré el canguro de la hermosa y buena
muchacha y esparcí sus documentos por el parque como mi último gesto de amor
por las horas pasadas juntos.
No tiré el dinero ni el relojito de oro; me interesaba que
la policía dedujera que había sido un robo con maldad y alevosía, contra una
hermosa turista noruega.
Así fue todo.
Felizmente, debo decirlo, en lo que a mí concernía, no resultó
un mal para nadie.
Creo que le presté una buena ayuda.
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