LA NOVIA DEL PUEBLO
Desde que comenzamos a cumplir los cincuenta años de edad,
se inicio la lenta costumbre de reunirnos ocasionalmente para cenar juntos en algún
restaurante de moda.
Habían transcurrido más de tres décadas desde que terminamos
los estudios escolares, y muy pocos fuimos los que logramos reunirnos durante
el tiempo universitario y mucho menos tuvimos la ocasión de frecuentarnos durante
la práctica profesional o la vida social.
No recuerdo si la primera cena surgió luego de alguna conmemoración
escolar, o quizás de un aniversario generacional, pero al despedirnos ese día
fuimos aceptando lánguidamente la invitación del Sapo Gómez para cenar juntos
el sábado siguiente en el ya desaparecido restaurante Costa Negra.
Esa primera noche llegamos a contar hasta diecisiete compañeros
escolares. Al principio se habló y se rió mucho a base de evocar anécdotas y
mataperradas casi olvidadas; pero al concluir los pluscafés el ambiente fue
bajando de tono y al despedirnos dudo que alguien tuviera la idea de convocar
otra reunión por el motivo que fuera.
Sin embargo, cinco meses más tarde los viejos colegiales recibimos
la llamada del Sapo Gómez convocándonos a cenar en el Criollo Viejo para
celebrar el premio de diseño obtenido por el Lagarto Arévalo en un concurso
italiano.
Esa noche fuimos trece los que concurrimos a darle un abrazo
al Lagarto por un premio que ni el mismo creo que valoraba.
Y así se inicio la costumbre de las llamadas del Sapo y la
lenta escalada a ser cada vez más lo que concurríamos y lográbamos dar a
nuestros encuentros cierto aire de festividad y camaradería.
Una de las innovaciones implantadas fue la de tocarle el
turno a alguno de nosotros de contar a la hora de los anises y los coñacs una
anécdota, tragedia, maldad o graciosada de su vida.
Como suele pasar en estos casos, entre el vino, la renacida familiaridad,
el antiguo compañerismo y la poca trascendencia que podía tener lo contado, el
narrar esas historias llegó a convertirse en una especie de confesión laica,
“igual a la de los alcohólicos anónimos”, apuntó Schneider riéndose.
Esta vez, y ya éramos sesentones, le tocó el turno a Huevas
Moreira.
Fue una elección por votación unánime.
Era una especie de broma, pues Moreira jamás fue hablador,
siempre jugó el papel del chico serio, callado –y ahora el de señor o viejo
malcarado–, incapaz de no hacer su tarea o desconcertarse para responder una
pregunta sorpresiva de un maestro.
Él, al principio, se negó a contar algo de su vida, pero
ante nuestra insistencia aceptó “la tortura a la que lo sometíamos”.
Pidió otro anís y, para sorpresa de todos, un habano.
Prendió con calma el cigarro, bebió de un trago la copa de
anís, y nos dijo:
Les contaré una vieja historia, cierta en un cien por ciento,
que nunca he podido olvidar y menos aún he deseado contar.
Reconozco que es algo extraña, pero hasta ahora no sé cuál puede
ser el motivo para tenerla tan presente durante tantos años, y lo peor es que
no sé si debería tener remordimientos, vergüenza o la fuerza de voluntad para
sacármela de la memoria y de mi vida.
Comenzaré a contarla dando algunos antecedentes para que así
sea más fácil comprender la crisis final en que concluye.
Mi familia, como bien saben, tenía una gran hacienda al norte:
Caña de azúcar y carne vacuna era la principal producción.
De niño era más el tiempo que vivíamos en ella que en la
ciudad.
Como en toda hacienda grande, alrededor de la casa principal,
y a cierta distancia, se levantaba como un pequeño pueblo habitado por los
trabajadores y, creando sus distancias, por los administrativos.
Como era normal, yo jugaba con los niños que vivían cerca de
mi casa: corríamos por los campos, nos bañábamos en el río que atravesaba la
hacienda, jugábamos a los cowboys y los indios, y a todo lo que es normal a
esas edades.
Pero dentro de todos esos juegos y todos esos niños, yo, desde
muy pequeño, tuve una gran debilidad por Rosamaría, una chica, hija de uno de
los administrativos; tenía mi edad o algo más o algo menos.
Estoy hablando de cuando teníamos cuatro o cinco años.
Era delgada y alta para su edad; su peinado por lo general
terminaba en una trenza larga, que luego, al crecer, se corto; siempre, en
verano o en invierno, llevaba una falda que descen–día hasta después de las
rodillas y unos calcetines blancos, inmaculados.
Cuando venía a casa por mi cumpleaños, yo me alegraba y corría
a abrazarla y besarla en la mejilla.
Ella, bajando los ojos, me entregaba un paquetito diciéndome:
“perdona la modestia”; lamentablemente no recuerdo en que podían consistir sus
regalos de cumpleaños, y la verdad es que no creo que tenga mayor importancia
para mi historia.
Sigo.
Cuando cumplí los siete u ocho años, la familia se trasladó
a vivir a la capital y a mi me mandaron al colegio, me entregaron en las manos
de ustedes para desgracia… y mayor felicidad mía (hubieron aplausos, risas y
algunas burlas bien intencionadas).
A pesar de esta mudanza, las vacaciones de navidades y un
mes de las del verano, las pasábamos en la hacienda, todos juntos, pues también
iban mis abuelos paternos y maternos, y una gran variedad de tíos y primos.
En mi doceavo cumpleaños, mis padres me dieron por navidades
una escopeta de perdigones.
Yo, contentísimo; sabía que esa escopeta sólo serviría para cazar
pajaritos, cuculíes, alguna paloma con un buen tiro, lagartijas, serpientes,
ardillas, cosas así, es decir, servía para cacería menor, insignificante.
Mis primeros tiros fueron dentro de los terrenos de nuestra
casa; le disparaba a cualquier bicho que se moviera.
También me ejercité mucho haciendo tiro al blanco.
Mis primos y mis tíos quisieron hacer un concurso de punte–ría,
pero yo me negué a prestar mi escopeta y mi abuelo respaldó mi decisión para
molestia de todos, incluso de mis padres.
“Nunca se ha de prestar la mujer, el caballo y la pistola,
en este caso el rifle”, recuerdo que sentenció mi abuelo cerrando definitivamente
el caso.
Uno de esos días
pedí permiso a mis padres para ir de cace–ría al bosque del monte cercano a
casa, y me lo dieron.
Estuve varias horas caminando pero no logré cazar nada.
Cuando mis padres me vieron llegar cansado, decepcionado,
lleno de polvo, se rieron y me dijeron que no me desanimara, que volviera a
hacer la prueba, que para ser un buen cazador se requiere experiencia, mucha
práctica, una gran suerte y buena puntería.
Así que al día siguiente, temprano, me fui de nuevo al bosque.
Iba fastidiado, miedoso de no encontrar nada que pudiera cazar
y regresar otra vez a casa con las manos vacías.
Mi peor pensamiento era que la cacería no estaba hecha para
mí, que nunca sería un verdadero cazador…
Y bien, cuando di los primeros diez pasos dentro del bosque,
vi a Rosamaría sentada sobre un tronco.
Ya habíamos dejado de jugar juntos, al menos con la frecuencia
de antes, pero siempre, como otros muchachos de la hacienda, venía a mi
cumpleaños trayéndome su regalo, y yo continuaba dándole un beso en la mejilla
al saludarla
Me sorprendió verla ahí.
–Te estaba esperando –me dijo.
No me atreví a acercarme y darle un beso abrazándola, y ella
tampoco hizo algún gesto que la acercara a mí; creo que ni siquiera se levantó
al verme.
En realidad éramos como dos extraños; solos, frente a
frente. Nunca habíamos estado así, sin nadie en los alrededores.
–¿Me esperabas? –le pregunté– ¿Para qué?
–Para acompañarte; a veces se necesita que alguien ayude a
encontrar animales; se les espanta y ellos llegan a donde tú estás escondido y
los cazas.
–¿Y tú cómo lo sabes?
–Porque así cazaba mi padre con mis hermanos; ellos ahuyentaban
a los animales y mi padre los cazaba.
–Bueno, hagamos la prueba, quizá funcione –le dije sin gran
entusiasmo
–Tú escóndete detrás de ese tronco, aquí, –me dijo–; yo te
ahuyento a los animales, pero ten cuidado, no vayas a dispararme a mí.
¡Nunca!, pensé; los dos nos reímos.
Una hora después tenía tres tortolitas, una ardilla y cuatro
lagartijas.
Daba brincos, feliz de la vida.
Cuando regresó Rosamaría, me vio tan contento, que para los
dos fue espontáneo abrazarnos como felicitándonos por nuestro éxito.
Después de examinar la caza, nos sentamos, nos agarramos de
la mano y nos quedamos un buen rato sin hablar, mirado la copa de los árboles.
Y desde ese día siempre fue así: Rosamaría los espantaba y
yo los cazaba.
No cazamos nada espectacular, pero algo cazábamos, y eso nos
unía y nos hacia felices.
Si ustedes me preguntaran por qué nos sentábamos y nos agarrábamos
de la mano, no sabría decirles la razón, pero algo raro debía de haber porque
nunca les conté a mis padres que en el bosque me encontraba con Rosamaría y que
ella me ayudaba a cazar.
Cuando le pregunté a Rosamaría si ella se lo había contado a
su madre, me contestó:
–No, en casa digo que voy al bosque a pasear, a ver animales
y a juntar ramitas para encender el fogón; no tengo porqué decir que también te
encuentro a ti.
Los dos nos reímos, quizá ese fuera otro secreto que compar–tíamos.
Así pasé las vacaciones de mis doce años.
Cuando tuve que despedirme de ella porque debía volver al
colegio, se puso triste; no diré que lloró porque eso no lo vi.
Nos abrazamos, y yo, como siempre, la besé en la mejilla y
me fui, también algo tristón, pero no tanto como la tristeza de ella.
No había dado cinco pasos cuando ella, en voz baja, me dijo:
–Siempre te esperaré aquí.
Cuando les conté que tenía una novia (no sé por qué lo dije,
para darme aire de conquistador o de don Juan, supongo), recuerdo que la Momia
me preguntó:
–¿Y te la chupeteas?
–Claro que sí –contesté yo.
–Cuenta, cuenta, ¿le das besos con lengua? –fue la pregunta que
me hicieron todos.
–Sí, a veces, pero casi al final de las vacaciones –les respondí
no sé por qué.
Bueno, en las vacaciones siguientes no la vi; su madre le
dijo a mis padres que Rosamaría estaba en la ciudad acompañando a su madrina.
Hice algunos ejercicios de tiro al blanco, pero ya la
cacería no tenía ningún atractivo.
Fueron las vacaciones menos alegres de mi vida.
A ustedes les conté que mi novia se había ido a los Estados
Unidos y no sabía cuándo regresaría; fue el final de mi romance, al menos con
ustedes.
Esas vacaciones logré salvar el chasco de no encontrarla, pero
quedé fastidiado; la recordaba, claro que la recordaba, la extrañaba, y a pesar
del tiempo que debía transcurrir hasta las próximas vacaciones, contaba los
días, es decir, me moría de ganas de verla.
Pero uno propone y Dios dispone: no pudimos ir a la hacienda
a pasar las vacaciones siguientes; a mi padre se le ocurrió celebrar navidades,
año nuevo y reyes, en un crucero; irían mis tíos, varios amigos íntimos de la
familia, y todos llevarían a sus hijos; familia completa para dar vueltas por
las islas de Grecia.
¡¡Horror!!
Los que no vinieron fueron mis abuelos, dijeron que ya estaban
muy viejos para esos trotes, pero no me dejaron quedarme con ellos y pasar las
vacaciones en la hacienda.
Los primeros dos días los pasé apartado de todo el mundo;
caminaba por el barco como poeta penando en un cementerio.
Después, casi sin darme cuenta, me incorporé a la patota de
chicos y chicas; íbamos corriendo por todo el barco soltando gritos salvajes;
también gastábamos buena cantidad de tiempo comiendo en el buffet abierto las
24 horas del día.
Cualquier mataperrada que imagináramos la llevábamos a cabo;
también hacíamos campeonatos de ping–póng, de damas, de billar y nos dábamos
unas bañadas geniales en una piscina que tenía un deslizador, un tabogán como
de cinco metros; a veces nos sentábamos más de seis, todos agarrados y
bajábamos a velocidades increíbles… para esa edad, claro.
Seríamos como como17 chicos de 9 a 13 años; yo era de los
mayores, pero a todos nos ganaba Regina, que tendría como quince años o algo
más.
Y en las noches, cuando no se nos ocurría nada especial, entrábamos
en la disco y… ¡¡¡bailábamos!!!...: una horda de salvajes dando vueltas, saltos
o haciendo trencitos por la pista.
Bueno, y entre broma y broma, tuve una novia; claro, Regina.
Era linda, morena, de lánguidos ojos verdes, labios gruesos,
algo más baja que yo, que estaba alto para mi edad, y, sobre todo, muy buena
gente, y decía que para quererse no tenía porqué contar la edad.
A ella no le importaba que fuera mayor que yo o yo menor que
ella, al menos eso es lo que juraba ante todos los dioses del Partenón.
Apenas podíamos, nos separábamos del grupo o los convén–cíamos
para jugar al escondite, y así podíamos escondernos juntos en las lanchas de
salvamento ¡¡¡y nos besábamos!!!
Nos besábamos como en las películas, es decir, como creíamos
nosotros que se besaban en las películas.
Era divertido y tenía su gracia.
Una noche me dijo, ¿quieres que juguemos al médico?
Bueno, le contesté, pero la verdad es que no tenía ni la
menor idea de cómo se jugaba al médico
De pronto, ella se levantó la falda, se bajó un poco la tanga
de su bikini, y me dijo con una voz rara: doctor, estoy muy adolorida, por
favor, doctor, revíseme…
Y abría las piernas y yo, lo juro, no sabía qué es lo que
debía revisar.
Estaba tonto, tonto, y quedé totalmente paralizado, como estatua;
entonces ella tomó la iniciativa, me agarró la mano, la llevó hasta su sexo y
me pidió que con el dedo meñique la limpiara por dentro.
Lo hice muerto de miedo; no sentí ningún placer, me moría de
miedo.
Después ella me dijo: ahora tengo que revisarte yo: ¡bájese
el traje de baño, señor!
Y me lo bajé.
Ohhh, dijo, lo veo muy chiquito y seco, está como asustado;
déjeme arreglar este problema.
Y comenzó a lamerlo, a jugar con él en su boca, y, perdónenme
todos, se me escapó la pila, en grandes cantidades, grandísimas, y la doctora
casi muere ahogada ante mis propios ojos.
Pero ella no se molestó, sólo dijo, riéndose, ¡qué asco!
Nos subimos la ropa y salimos riéndonos de nuestro escondite.
Ella se fue a bañar y yo me encerré en el camarote.
Al día siguiente me escondí para no verla.
Pero al día siguiente del día siguiente, me atrapó y quiso
volver a jugar al doctor.
Y ahora ya sabía lo que tenía que hacer en mi turno y lo que
me iba a hacer ella en el suyo.
Y, sin pensármelo mucho, poco a poco me fue gustando el
juego, tanto si hacia yo de doctor o a ella le tocaba ser la doctora, es decir,
me encantó el juego.
Por lo menos ocho de los quince días del crucero, me los
pasé haciendo de doctor o de paciente.
Cuando nos despedimos, me dijo: tú, chitón la boca y cuando
nos volvamos a ver, tú serás el doctor y yo sólo la enfermera.
No entendí nada, pero le dije, claro, preciosa, y nos reíamos
mientras nos abrazábamos diciéndonos adiós y burlándonos del sorpresivo
“preciosa”.
En las siguientes vacaciones, fuimos de nuevo a la hacienda.
Rosamaría seguía ayudando su tía en la ciudad.
Pero poco antes de fin de año, me crucé con su madre en la
plazuela del pueblo de la hacienda, y me dijo, feliz, Rosi viene a recibir el
año conmigo; oh, qué bien, le dije, y era verdad que me parecía muy bien que
viniera.
Días después la vi paseando por la plazuela con sus amigas.
Me iba a acercar a saludarla, pero me dio vergüenza y sólo
la vi pasar varias veces frente a mí, riéndose.
Me molesté y me fui, es decir, creí que se burlaba de mí.
En la tarde siguiente nos encontramos de nuevo en la plazuela,
pero esta vez ella se acercó a donde yo estaba sentado; me levanté y le di la
mano ceremoniosamente; ella, disimulando, me dio un papel doblado, chiquito,
que, rápidamente, como en el cine, me lo guardé en el bolsillo del pantalón.
Unos minutos después, me alejé como si fuera camino a mi
casa, y mirando para todos lados, a fin de ver si alguien me seguía, leí lo que
decía el papelito: ¿mañana iremos de cacería?
Claro que iríamos de cacería.
Al día siguiente, temprano, avisé poniendo cara de resignación
que me iba a cazar al bosque.
Apenas entré, vi a Rosamaría sentada en el mismo tronco de siempre.
Me gusto mirarla; ella ya era una joven mujer y yo un mocoso
del diablo; era verdad lo que dicen: las mujeres se desarrollan más rápido que
los hombres: estaba lindísima.
Me acerqué, ella se levantó, nos abrazamos y le di un beso
en la mejilla, como era nuestra costumbre de niños, sin tener en cuenta que ya
no era la misma Rosamaría de siempre, que era ya una mujer completa.
Sin decirnos nada, ella se fue caminando a celebrar el rito
de asustar a los animales para que yo los cazara.
Cuando los vi venir hacia mí, asustados, se me quitaron las
ganas de dispararles; me senté en el suelo, apoyando la espalda en el tronco
donde se sentaba Rosamaría.
Ella, un par de minutos después, vino preocupada porque no
había oído mis tiros ni mis gritos de haber cazado algo, y pensó que me podía
haber sucedido alguna cosa extraña.
Le dije que se sentara a mi lado y cuando lo hizo, me
deslicé hasta pegar mi hombro con el suyo.
Ella me habló de lo que hacia en la casa de la tía y yo le
conté cosas del colegio, del crucero (sin doctores de por medio), de lo que nos
gustaría trabajar dentro de unos años: yo dije arquitecto; ella, enfermera.
Así se nos pasó el tiempo.
Cuando dije que ya era hora de comenzar a pensar en regresar
a casa, ella dijo que sí moviendo la cabeza.
Yo le agarré la mano; ella apretó la mía, así estuvimos
varios minutos.
Cuando me incliné para besarla, ella movió la cabeza y sólo
puede darle el beso en la mejilla, es decir, como siempre, como cuando éramos
niños.
Al rato fue ella quien volteó la cabeza hacia mí, y la besé suavemente
en los labios.
Se levantó como para irse, yo la jalé de un brazo y ella
cayó sobre mi; nos pusimos a besar como en la películas de los años cincuenta:
labios contra labios, nada más.
Al rato, ella se desprendió de mí, se levantó roja como un
tomate, y me dijo, ya me voy, a mi madre la va a preocupar que me demore.
Me levanté y ella me besó en los labios, de despedida.
A los cinco pasos volvió la cabeza y me dijo: ya tú sabes
que siempre te voy a esperar aquí, siempre.
Y se fue corriendo.
No la volví a ver.
Seguíamos yendo a la hacienda para pasar las vacaciones de todos
los años, pero ya no salía de cacería, ni ella estaba en el pueblo de la
hacienda.
A veces llevaba a algunos amigos o amigas, y nos entreteníamos
con algún juego de mesa o salíamos a pasear por los alrededores.
En unas vacaciones vine con mi novia a pasar la fiesta de Navidad
con mis padres, y al día siguiente nos fuimos.
Y así pasaron los años, varios años.
En unas navidades, yo ya debería tener veintidós o
veintitrés años, me había peleado con Carlota, y para no estar solo hasta después
de reyes, decidí pasar las vacaciones de fin de año con mis padres.
A la hacienda y a su pueblo, que había crecido feamente, los
vi con otros ojos: pensé que era el lugar más aburrido del mundo; me pareció
horrible.
El treintaiuno, mi madre tocó la puerta, entró en mi cuarto,
donde yo estaba leyendo una novela de Chandler, para decirme que Rosario no le
había traído el pastel que le había encargado y que lo necesitaba de todas
maneras para la cena de recibir el año.
Me pidió que fuera a buscarlo.
Te acuerdas dónde queda su casa; no lo recordaba.
Es la madre de Rosamaría, ¿ya la ubicas?
Dije que sí, agarré el jeep y me dirigí a la casa de
Rosamaría; habían pasado muchos años y las chicas de los pueblos se van afeando
conforme pasan los años.
¿Cómo estaría ella?
Bueno, la verdad es que todo el mundo se va afeando con los
años, no sólo las chicas de los pueblos.
Llegué a la casa, toqué la puerta y se abrió sola.
Alzando la voz pregunté dos o tres veces si había alguien en
casa, es decir, si podía entrar; nadie me contestó; continué entrando y al pasar
de la sala escuché voces en lo que sería un dormitorio: una era de hombre y la otra,
llorosa, de mujer.
Volví a preguntar si había alguien en casa.
Salió de la habitación don Severino, el médico de la
hacienda, y tras él, Rosamaría; no se había afeado, incluso había mejorado, y
ya no aparentaba ser una chica de pueblo: alta, bien vestida, bien peinada, con
un delicado reloj de muñeca y un par de sortijas en la mano derecha.
Tenía más aire de mujer citadina que pueblerina.
Nos saludamos con una inclinación de cabeza, teniendo al
doctor entre nosotros: ella era la mujer de la voz llorosa.
–Ha fallecido doña Rosario, un paro cardíaco, ya no había
nada que hacer –me dijo don Severino–; ahora voy a registrar legalmente el
fallecimiento en la municipalidad; si te pudieras quedar y ayudar a Rosamaría
sería un gesto caballeroso de tu parte; ella está destrozada como es natural. Cuídala,
ayúdala, regresaré en un par de horas.
Rosamaría, que se nos quedó mirando con sus ojos llorosos.
Acompañe al doctor hasta la puerta y ella volvió a ingresar a
la habitación de donde había salido con el doctor.
Cuando entré, ella estaba arrodillada, llorando y
acariciando la cara de su madre: le dije ¡ánimo, Rosamaría!: ella se levantó y
vino hacia mi.
Nos abrazamos.
–Rosamaría tenemos que preparar a tu madre para el sepelio,
pues la gente comenzará a venir a darte el pésame –le dije.
–No sé qué es lo que debo hacer –me contestó
–Lo primero es arreglar a tu madre, ponerle el vestido que
más le gustaba, peinarla y cosas así. Mientras tanto, yo iré a la sala para prepararla
a recibir a la gente de la hacienda que irá viniendo para acompañarte. Tú haz
lo tuyo, de lo demás me ocupo yo.
Le vino un nuevo ataque de llanto y la volví a abrazar para
consolarla.
Cuando se calmó, le di unos golpecitos en la espalda y nos
separamos.
No había gran cosa que hacer en la sala: había una mesa y
tres sillones, dos de ellos individuales; busqué sillas por las habitaciones de
la casa y las llevé a la sala; serían unas siete.
La mesa del comedor también la empujé contra la pared.
No había tantos muebles para tener que ir seleccionando; todo
era muy sencillo, sin el menor exceso, muy modesto y ordenado, diría.
Al terminar, volví a la habitación donde estaba la difunta.
Rosamaría ya había arreglado a su madre, que seguía echada
en la cama.
Le había puesto un nuevo vestido y pintado los labios.
Cuando entré, Rosamaría se levantó y llorosa vino donde mí,
la abracé; ella recostó la cabeza en mi hombro.
–No te preocupes –le dije–, yo me ocupo de todo.
Ella retiró un poco la cara y me miró toda llorosa; nunca ha–vía
visto unos ojos tan tristes, extraviados y tan próximos.
Sin pensarlo, le di un beso en la mejilla y la acerque más a
mí.
Ella volvió a retirar la cara para mirarme a los ojos.
Ya estábamos muy juntos.
Ella me sintió a mi, igual como yo la sentí a ella.
Y entonces la besé en la boca.
Ya no nos contuvimos, sólo pensamos en nuestros sentimientos,
en nuestros deseos, en nuestro amor tantos tiempo reprimido.
Nada más.
Nos besamos con toda el ansia acumulada desde la última vez
que nos vimos.
Lentamente la fui inclinando hasta echarla en la parte final
de la cama, pegada a la barandilla, muy pegada.
Le fui levantando la falda poco a poco y acariciándole las
piernas.
Me he guardado para ti, me dijo suavemente, casi en
silencio.
Era el mismo tono de voz de las veces que me decía que siempre
me iba a esperar en ese tronco del bosque.
Después le abrí la blusa, le bajé el corpiño y me sumergí en
ella, besando, lamiendo, mordiendo.
Actuábamos como sonámbulos, supongo.
No sé cómo le quité la blusa y sus otras prendas interiores
hasta tenerla desnuda debajo de mi.
Entonces entré en ella; entré con fuerza, con cariño,
desfalleciente de deseo, y me quedé inmovilizado un buen rato, moviéndome
apenas, llevando mi mano a su clítoris y después a sus pezones, acariciando su
cuerpo por cualquier espacio que lograba crear en medio de nosotros..
Ella se ahogaba de deseo y yo también; temblábamos.
Entonces entramos en un movimiento rápido, duro, hasta
violento; ya no sabíamos qué nos pasaba y qué es lo que estábamos haciendo.
Rotábamos sobre nosotros mismos, fuerte, muy fuerte, como si
quisiéramos meternos en el cuerpo amado.
Era como haber entrado súbitamente en otra dimensión.
Algo extraordinario, jamás lo he vuelto a vivir, de verdad.
Y en el momento de explotar, gritamos, lloramos y nos besamos,
casi nos mordíamos, desesperadamente.
Después de unos minutos, en que estuvimos en silencio, sentí
que ya debería salir de ella, y así lo hice, lentamente, con cuidado.
Me di la vuelta y me deslice hacia el suelo hasta quedar sentado
al lado de las piernas de Rosamaría.
Una finísima línea de sangre descendía por dentro de su muslo
izquierdo.
Iba a acercarme a lamerla, pero en ese instante Rosamaría
comenzó también a deslizarse hasta quedar sentada a mi lado.
La quise abrazar pero me quitó el cuerpo.
Tampoco dejó que le agarrara la mano o le acariciara las piernas
o lo senos.
Me rechazaba llorando.
Ni siquiera me dejó besarla.
–¿Qué hemos hecho, Dios mío, qué hemos hecho? –murmuró en un
tono muy bajo, lloroso.
– Nada, nada, Rosamaría, sólo nos hemos amado…
–No, no, como animales, como asquerosos animales… No, no me
toques. ¡Fuera de aquí!, ¡Fuera, fuera! –y sollozaba con rabia.
–Rosamaría, tranquila, tranquila…
–Somos peor que animales, unos sucios y malditos animales… Lárgate,
no quiero volver a verte en mi vida. Me das asco, mucho asco. También yo me doy
asco, yo misma siento asco de mí. Más asco de mí que de ti. ¡Fuera, fuera,
lárgate!
Y llorando se levantó y siguió diciéndome que me fuera de su
lado, de su casa.
Ella trató de cubrir su desnudez, de comenzar a vestirse, mientras
se iba de la habitación por una puerta diferente a la que entré.
Yo también arreglé mi ropa, y me encamine hacia la calle.
Pero entonces, en ese momento, justo en el momento en que
iba a abrir la puerta, me acordé del pastel que necesitaba mi madre.
Di media vuelta y caminé por el pasillo hacia la cocina.
Ahí, sobre una mesa, estaba la torta encargada por mi madre.
Saqué todo el dinero que tenía en los bolsillos y lo deposité
sobre la mesa.
Cogí el pastel y salí de la casa.
Lo acomodé en el asiento trasero del jeep, apagué el radio, que
se había quedado prendida, y manejé hacia mi casa.
Las veces que he pensado en esta historia, he sentido una
gran vergüenza, y siempre me he considerado el culpable de lo sucedido.
Quizá por eso nunca lo he contado.
No sé.
Sí, sé que me porté como una bestia; que me aproveché de
ella, de su debilidad, de su desconcierto, de su desplome.
Estaba bajo el peso de un inmenso shock y yo lo manejé hacia
mi lado.
No sé qué ha sido de ella; nunca más he tenido noticias de Rosamaría.
Hace ya muchos años, mis padres murieron y vendimos la hacienda.
Y a pesar de esta historia,
de su continua presencia en mi vida, y de mis remordimientos, siento que nada
se me ha perdido allá como para tener que ir a buscarlo.
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